Las relaciones entre el poder y el amor es un tema que me intrigó desde siempre. Estos vínculos han sido objeto de mi libro “Trazas de poder y de amor”, en el que se describen sus más diversos vínculos.
El filósofo argentino Héctor D Mandrioni (f), al que accedí por recomendación de uno de sus íntimos amigos, el Ing. Arturo J Bignoli (f), ha sido mi fuente de inspiración, sintiéndome en la obligación de hacerla trascender a todos mis conocidos.
Utilizaré este espacio semanal para ello y comenzaré con el más básico de los conceptos: el Poder.
Espero que sea de tu interés...
El poder
“Trazas de poder y de amor” (2019)
Tony Salgado, en base a conceptos tomados del filósofo Héctor D Mandrioni.
“El poder se identifica con el “ser” de lo que existe. Todo ser, por el hecho de ser, ya es en sí mismo un poder. A este primer sentido del vocablo “poder” lo denominamos: el “poder de ser”.
Mediante el “poder de ser” se fortalece la esencial debilidad de la nada.
Ser es poder pues en la medida en que un ser “es” ya ha tenido lugar una victoria sobre la nada. Con todo, estos seres que nos rodean y estos seres que somos vienen siempre a nuestra presencia recortados sobre un horizonte que les da su propio relieve y su limitación. El centro que limita y coarta habita en la esencia. Pero si bien la esencia limita, lo limitado por ella expresa el grado del “poder del ser” y proclama la victoria lograda sobre la nada.
Esta finitud del ser que nos rodea y nos define es la limitación del “poder” que él cumple por el hecho de existir.
Frente a esto, el pensamiento humano adoptó diversas actitudes, ya sea creciendo hasta el envanecimiento con el poderío mundanal o bien durmiendo detrás de la línea del horizonte.
La nada sólo surge como una especie de sombra gigantesca que permite medir en negativo la magnitud de todo lo que es.
Un poder que siempre se está afirmando hace que la nada se convierta en el testigo mudo suscitado por la indefectible presencia del ser.
No se puede concebir al ser al margen de su actividad o acción. El ser, visto desde la perspectiva de esta instancia, se manifiesta como posición irradiante, como exigencia de un constante y progresivo aumento y aumento de su poder de autoafirmación.
De este modo, junto con el “poder de ser” es preciso nombrar el poder que tiene todo ser “de poder”, vale decir de obrar y causar, por el hecho de ser. Cada ser busca su autocumplimiento, en el despliegue e interacción del juego de fuerzas que alberga.
Sólo con el advenimiento del hombre se alcanza aquel nivel ontológico en el que un ser “sabe” su actividad y su ser en el seno del pensar luminoso. Con el ser humano se alcanza una verdad capaz de ser vista, dicha y obrada. Esto es lo que determina el “poder de ser” del hombre, con su consecuente capacidad de “poder” que le es inherente. Pero sólo el ser humano está en condiciones de configurarse un poder sobre la base de un conocerse a sí mismo en la autoconciencia.
La fuerza del rayo y el poder del león se ejercen en la penumbra del poder; las energías que ellos albergan y despliegan constituyen un total energético que, más que ser poseído por el rayo y el león, son estos últimos, los poseídos y llevados por aquellas fuerzas.
El hombre, al poder disponer de sí mismo, puede disponer de medios, haciendo de ellos un “poder”. Esto es privativo del hombre: tener el poder o ser el poder capaz de disponer de poderes. Entra en la zona nueva, original, peligrosa y ambigua, de poder disponer de un poder en relación a objetos deliberadamente establecidos.
¿Es más bien el impulso vital una apariencia del espíritu omnipotente? ¿Son más bien, espíritu y vida, dos poderes antagónicos destinados a la tragedia de una lucha perpetua?
El espíritu, como “sentido”, atraviesa la totalidad del ser humano, desde el pensar y el lenguaje hasta la postura corporal y su desplazamiento en el espacio; y, como poder, es capaz de integrar la energética bio-psíquica al espacio interior de su ser.
El centro espiritual es el que determina, unifica y potencia; sólo desde él, las fuerzas se “potencian”, humanizándose, o se caotizan en forma de violencia ciega.
La calificación moral se identifica con el núcleo del espíritu personal, de modo que el ser espiritual y el ser ético se arraigan en la misma sustancia humana.
En consecuencia podemos afirmar que el poder, separado de su información moral positiva, declina hacia la debilidad, vale decir hacia el no-poder.
Vitalidad es el poder de trascenderse sin perderse. Cuanto más poder de autotrascendencia tiene un ser, tanto mayor vitalidad tiene.
Con la aparición del hombre, debido a su conciencia y capacidad de decisión, se produce una concentración, orientación y empleo del poder-energía desparramado en el universo. La técnica y el progreso tratan la historia de esta hazaña humana mediante los conocimientos científicos.
El hombre no sólo está implantado en el universo sino también articulado, como ente espiritual y moral, con los otros centros espirituales. Es utópico pretender concebirlo al margen de la “diada” fundamental yo-tú, configuradora del “nosotros” en cuyo interior se despliega la actividad humana.
Siempre el hombre “es” un ser con el otro. Sólo se es plenamente un “sí mismo” en la media en que uno se abre a otro en la relación de un amor maduro. Familia, escuela, comunidad, iglesia, manifiestan la naturaleza relacional del hombre y lo absurdo de una concepción monádica de la existencia humana. Pero este carácter relacional del verdadero “sí mismo” con el otro en el círculo de “nosotros” puede ser desfigurado y alterarse la noción de poder.
La grandeza de una auténtica soledad es inconcebible sin una relación con el otro. En el corazón de todo verdadero solitario habita en silencio la presencia del otro, beneficiario algún día de lo que el solitario madura en su retiro.
Existe una radical diferencia entre la captación de objetos no humanos, pertenecientes al mundo circundante, y lo que constituye el encuentro verdaderamente humano. Una cosa es tener presente en mí a un individuo infrahumano y otra muy distinta tener en mí la presencia de otra persona. En este último caso yo no solo sé que otro está en mí, sino que además sé de mi presencia en él.
Únicamente allí donde dos seres se hacen presentes mutuamente en el encuentro personal surge la conciencia de un poder y la respectiva capacidad de su ejercicio.
El poder se humaniza en la medida en que es informado por la justicia y el hombre tanto más humano cuanto más determinado por la presencia de un poder justo. Por el contrario, cuando el poder se separa de su alma, el poder cambia de signo y deriva hacia la violencia.
El hombre puede humanizarse en la medida en que suscite constantemente nuevas figuras capaces de acrecentar de un modo constructivo y creador las relaciones interpersonales, permitiendo el despliegue integral de cada persona. Pero también puede, como “débil”, ser arrastrado por el dominio de la pasión caótica y convulsa a la destrucción y a la agresión.
Cuando hoy el hombre dispone de medios tan universales y generales, surgen las preguntas ¿Qué va a hacer la criatura humana con el poder colosal que posee? ¿asistiremos a un acrecentamiento progresivo de un “poder-justo” o por el contrario, padeceremos cada vez más la disociación entre el poder y la justicia hasta volvernos víctimas de la simple fuerza opresiva?
El poder se halla exigido por los “medios”, por una parte; y por otra, no menos requerido por las intenciones del “sujeto”, autor de la acción poderosa.
Las intenciones del hombre que dispone de poder se ven sometidas a la presión de la ausencia de credibilidad, la convicción en los valores y la correspondiente validez de un sentido.
Pero el sistema de medios terminará por convertir al hombre en un “medio” más del sistema. El hombre, desligado de valores morales, se ve entregado a la angustia del vacío interior.
Este divorcio crea la siguiente paradoja: el sistema trae seguridad exterior pero quita el poder de las decisiones de las manos del hombre; la decisión agiganta al ser humano pero enceguece su acto, debilita su espíritu y lo vuelve prepotente.
El “poder justo” exige que las intenciones y los designios junto con los medios formen una totalidad: sólo así el “otro”, el receptor y término del acto poderoso, podrá evitar, en parte, la angustia que le crea el experimentarse objeto de un poder automático venido de fuera.
La ausencia de valores crea el vacío en el espacio interior del espíritu. La angustia suscitada por ese vacío y la incapacidad de poder poblarlo con las auténticas figuras espirituales, impelen al hombre hacia el espacio exterior a fin de dominarlo con su poder y llenarlo con figuras, como expresión de su señorío”. Pero ni el tiempo acelerado ni el espacio externo modificado alcanzan a cubrir el vacío del espacio interior: su imagen interna huye como un espectro delante de los artefactos porque es una imagen constantemente defraudada.
A la angustia del actor corresponde la angustia del receptor. El poder es sentido por este último como una constante “agresión” venida de fuera que lo modifica y lo altera en contra de su voluntad y de su consentimiento. El poder, padecido por el que lo ejerce y el que lo recibe, atestigua el grado de desprestigio moral al que han descendido nuestras instituciones cada vez más libradas a una sustentación automática e impuesta.
Todos quieren ser dueños: unos dueños de otros y todos, al final, dueños de la tierra. Los ideólogos inventan “sentidos”, tratando de responder a estas preguntas, y los inscriben en sus programas políticos, pero en general sólo son máscaras de la búsqueda del poder por el poder, pues la sustancia última de lo que está adviniendo en el mundo escapa sobre todo a las manos manchadas y mentirosas de los poderosos y sólo podrá abrirse el corazón del simple, puesto en la actitud del que escucha y espera la gracia de una revelación. Tal vez aquel que experimentó en lo más íntimo de su espíritu esta realidad: el sentido último no lo “da”, ni lo “inventa”, ni lo “crea” el hombre, sino que se “recibe”, se “regala”, pues es una gracia de aquel que nos “excede”; está en condiciones de presentir que, en silencio, algo nuevo está obrando y adviniendo en el mundo, totalmente ignorado por los que barren con su voluntad de poder los espacios exteriores y los espacios psíquicos interiores.
El ejercicio del poder justo, concebido en su estricta significación, implica una actividad cumplida por un sujeto, de modo que otro sujeto es modificado sin atender a su libre autodeterminación. A partir de la inteligencia y libre decisión del que detenta el poder brota una acción poderosa directamente dirigida al otro, sin que el mandato pase antes por el diafragma del consentimiento del que recibe el imperio. En esta situación, el mandato se sabe y se siente a sí mismo como autor de una obra que brotó de su propio centro espiritual y libre.
Aquí no se afirma que esta relación de poder sea éticamente mala, por el contrario, es intrínsecamente buena y la obediencia siempre será una auténtica virtud. Pero lo que intentamos señalar es que lo buscado por el acto de mando puede ser logrado de una manera más perfecta y más realizadora de la persona si se produce en otra atmósfera que no sea otra que la del amor. Solo así se evita el padecimiento del que manda y del mandado, padecimiento presente aún en el ejercicio del poder justo”.
Vemos aquí los primeros conceptos sobre uno de los dos componentes de esta fenomenal relación que define el comportamiento humano: el poder.
Es de mencionar que el discurso sobre el poder y el amor debe tener en cuenta la dimensión distinta en la que se mueven, por una parte, las ideas, y, por la otra, la zona inconsciente desde la que emergen las imágenes y en la que obran los símbolos de ambos.
El comportamiento concreto del hombre, sus representaciones, apreciaciones y respuestas reciben su impulso, colorido y forma, a partir de aquel estrato profundo.
Pero estas imágenes y símbolos, aunque poderosos, no son omnipotentes e inmodificables. La acción modificadora puede brotar de la actividad de un modelo moral que sea capaz de convertirse en origen de nuevas imágenes centrales y símbolos que pueden reorientar el modelo.
En la nueva entrega les contaré acerca del otro integrante del dúo: el amor.
No se lo pierdan...
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