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Foto del escritorTony Salgado

La operadora





Tony Salgado



Para los que nacimos a mediados del siglo XX, la palabra “operadora” en una empresa estaba ligada automáticamente a la persona que se hacía cargo de la atención telefónica de la misma.

Esta acepción se ha incrementado ya desde fines de siglo hasta la fecha, atribuyéndosele otras responsabilidades mucho mayores que la anterior.

Son aquellas personas que, como su nombre lo indica, se encargan de realizar las gestiones operativas diarias de las empresas, constituyéndose en la mayoría de los casos en factores clave del éxito o fracaso de las mismas, en este caso, de una oficina financiera.


—¿Estás seguro de que no tendremos problemas, Juanca? —le pregunta su esposa, Susi, preocupada—. Mirá que si te agarran vamos a tener problemas y no estoy para disgustos.

—¡Quedate tranquila, Susi! No es la primera vez que lo hago y hasta ahora siempre anduvo todo bien. Pero todavía no llegamos. Disfrutá de la calle ahora, mientras caminamos. Mirá qué linda está Florida; hacía mucho que no venías.

—Sí, muy linda. Llena de turistas y con los negocios ofreciendo de todo y de buena calidad, Juanca. Allá en Madryn no tenemos nada parecido.

—¿Querés que nos sentemos a tomar un cafecito y miramos desde adentro a esta jauría humana, Susi?

—No, Juanca, mejor hacé lo que tengas que hacer y después lo tomamos. ¿Cuántos dólares trajiste al final?

—Bueno, dale. Traje tres mil. Serán cerca de cuatrocientas lucas y entran perfectamente en la riñonera. En una cuadra más ya se van a ver los primeros. Vas a ver que cuando me vaya con él, la operación se hace rápido y en diez minutos ya estoy de regreso.

—¿Y qué hacemos después? No vas a andar con toda es plata encima, me imagino.

—Nos vamos al banco, la depositamos en mi caja de ahorro y chau. A disfrutar de Florida y a tomar sol en la Plaza San Martín, Susi. ¡Vas a ver qué linda está!

—Hasta que no lo hagas no voy a estar tranquila. ¿Y yo qué hago mientras vos estás con él, Juanca?

—Nada, recorré las vidrieras y los negocios de la cuadra y en un ratito vuelvo. Bueno, llegamos, mirá ahí hay un arbolito.

—¡ Cambio dólares y euros, cambio! —un muchacho enfundado en un vaquero desteñido y remera amarilla pronuncia con discreción las mágicas palabras que lo identifican —. Sí, señor, ¿qué necesita?

—Buen día, ¿cuánto pagan el dólar billete? —le pregunta Juanca.

—Ciento veinte pesos, señor. Si le interesa, sígame.

—Bueno, dale, te sigo. Esperame por acá cerquita nomás, Susi; enseguida vuelvo.

Uno de los personajes singulares que se instalan en las calles más concurridas de la city porteña son los arbolitos, quienes ofrecen dólares en la vía pública. Suelen pararse en zonas turísticas o de gran actividad comercial y financiera, llamando la atención de sus posibles clientes pronunciando "¡cambio!" o directamente mencionando las monedas dólar, euro o real. El término arbolito proviene del color verde de sus tenencias de dólares y de que se encuentran parados en las aceras de la ciudad. Cuando un cliente es cautivado por la oferta y se acerca al mismo, la transacción no se hace en ese lugar, sino que este personaje conduce al comprador hacia la oficina financiera para concretarla.


La “Argentina del cepo” es una máquina de generar obstáculos para el pequeño inversor. ¿Cómo hace una persona que piensa en comprar su primera vivienda para mantener el poder adquisitivo de sus ahorros? ¿Se puede ahorrar en pesos para comprar un inmueble que cotiza en dólares? Con una tarjeta de crédito al límite e intentar viajar al exterior ¿cómo se sobrevive con la ínfima cuota diaria que permite comprar el Banco Central? Con dólares comprados el año pasado y que ahora es necesario venderlos ¿se hace en los bancos, cuando pagan un cuarenta por ciento menos que el mercado informal? Estos inconvenientes a nivel personal, también son sufridos por las pymes, que terminan recurriendo a las oficinas financieras para lograr insumos en el exterior, necesarios para la producción.

Estas oficinas financieras son conocidas por su operatoria con dólares, pero también realizan descuentos de cheques y transferencias al exterior no reguladas por el Banco Central.


—Acá llegamos, señor —le pregunta el arbolito a Juanca, al llegar a un departamento situado en el segundo piso de un edificio en la calle Sarmiento, a media cuadra de Florida—. ¿Cuántos dólares quiere cambiar?

—Tres mil, por favor.

—Sí, no hay problema —le responde, entrando al departamento juntos.

—Buen día, Montse, ¿todo bien’ —dice el arbolito, saludando a la operadora, una adorable y muy agraciada jovencita—. El señor necesita cambiar tres mil dólares.

—Buen día, Tito. Espera que le aviso al Bocha —responde la eficiente empleada—. Mientras tanto que te dé el dinero así lo paso por nuestra contadora de billetes. Disculpá, me está entrando una llamada. Hola ¿quién habla?

—¿Me puede dar los billetes, por favor? —le pide Tito, el arbolito, a Juanca—. Acá están, Montse

—Sí, está el señor Jimmy. ¿Quién le habla? —Juanca escucha la conversación, mientras que Montse pasa sus billetes por la contadora y atiende la llamada simultáneamente.

—Señor Jimmy, llama el doctor Basualdo para usted. ¿Se lo paso? Gracias. Está bien, Tito, son tres mil y no hay falsos —la eficiente y multitareas Montse verifica que su pedido esté en orden. .

—Gracias, Montse. Paso a ver al Bocha. Usted señor, espere aquí sentado, por favor —responde Tito, entrando a un pasillo que da a los despachos interiores.

—¡Qué increíble! —se dice Juanca a sí mismo, contemplando la dinámica operativa del lugar—. Parece una oficina normal de atención al público, pero en realidad algunos negocios no son tan santos.

—Hola Montse, por favor le puede avisar al señor Jimmy que el cliente ya hizo la operación en el banco con normalidad —un corpulento joven, con aspecto de patovicas, hace su ingreso en la oficina.

—Sí, Leopoldo, quedate tranquilo. Ahora le aviso. —le responde la operadora— Es mejor que vayas a la Bolsa a ver si todo está en orden.

—Bueno, señor, aquí tiene su dinero —Tito se dirige a Juanca, abriendo la puerta. Son trescientos cincuenta y cinco mil pesos. Cuéntelos por favor.

—Está muy bien —responde Juanca, luego de hacerlo—. Gracias por todo y buenos días.

—¡Por fin llegaste Juanca! —Susi, su mujer le dice, apenas lo ve aparecer por la puerta—. Ya me estaba empezando a preocupar

—¡Pero, Susi, por Dios!, ¿a ver cuánto tardé? —responde su marido, sonriendo—. ¡Pero si apenas fueron ocho minutos!

—Habrán sido, pero a mí me pareció una eternidad. ¿Vamos al banco, ahora, Juanca?

—Sí, Susi. Vamos. Me dieron trescientos cincuenta y cinco mil pesos, así que voy a depositar trescientos treinta y me guardo veinticinco mil para gastar en Buenos Aires y llevar de regreso a Madryn en efectivo.

—Me parece muy bien. ¿Y cuánto te hubieran dado en un banco por los dólares?

—Al cambio de hoy doscientos cuarenta mil pesos, así que en estos cinco minutos me embolsé ciento quince mil pesos.

—¡Este país da para todo, Juanca! ¿No me digas?

—Sí, ya lo sé, ¡chocolate por la noticia! ¿Pero sabés qué?

—¿Qué?

—Que mientras nuestros políticos y gobernantes se llenan los bolsillos y se roban el país, nosotros, los pobres giles que trabajamos todos los días y pagamos nuestros impuestos puntualmente apenas sobrevivimos y por lo tanto, si se me presenta una oportunidad como esta, no la voy a dejar pasar.

—Comparto lo que pensas, Juanca. Quedate tranquilo. Vamos, dale, el cafecito nos espera…


En el microcentro de Buenos Aires, una oficina financiera puede ser un lugar físico entre cuyos servicios están la venta de dólares blue y el envío o el servicio de traerlos de una cuenta en el exterior, con el cobro de una comisión. Quienes acuden a una oficina financiera suelen hacerlo mediante un conocido que ya operó allí. A pesar de no ser algo frecuente, los riesgos de que haya algún entregador que facilite una salidera existen, por lo que cuando se retira dinero es necesario tomar precauciones para evitar asaltos.


—Buenos días, Montse —dice un señor algo mayor, bien trajeado, al ingresar en la oficina, luego que la operadora le abriese la puerta al identificarlo por el intercomunicador que se activa al sonar el timbre

—Buenos días, señor Andrada —contesta Montse.

—Gracias Montse. Aprovecharé para ver mi celular, que no para de zumbar.

—Andrada, por favor sígame, invitándolo a a pasar.

—¿En qué puedo serle útil, hoy? —le pregunta al llegar a su escritorio, dentro de una sala que comparte con otros dos administrativos.

—Montse, como recordará, hace un par de meses y por consejo suyo, con unos pesos que tenía ahorrados compré unos bonos locales que luego los vendieron en dólares y depositaron en mi cuenta gringa, ¿recuerda?

—Sí, perfectamente Andrade. A ver, déjeme ver. Sí, acá lo tengo anotado. Los bonos se vendieron a dieciocho mil trescientos sesenta dólares y monedas. ¿Qué necesitaría hacer ahora, Andrada?

—Mire, señorita Montse, tengo que hacer frente a una deuda acá y necesitaría, si fuera tan amable, vender diez mil de esos dólares y retirar su equivalente en pesos. ¿Será posible?

—Si, señor. Es posible, pero eso dura un par de días, así que hoy no podrá llevarse el dinero.

—¡Uyy, qué macana! No contaba con esto. ¿No hay algo que se pueda hacer para que me los lleve aunque sea a última hora?

—No podemos, Andrada. Tenemos que dar una serie de pasos y eso lleva dos días.

—Bueno, si eso es así, le avisaré a mi acreedor que me tendrá que esperar. Ya veo que me cobrará intereses. Pero si es la única forma…

—Sí, créame que lo es; y además debe saber usted que por esta operación le cobraremos el cinco por ciento de comisión.

—¿Cinco por ciento? ¡Pero es una barbaridad! ¿Considera usted que soy un cliente de esta oficina desde hace más de veinte años?

—Sí, señor Andrada, por supuesto. Pero piense usted en el riesgo que corremos nosotros. Déjeme confiarle un secreto. Si no fuera usted un cliente con tanta antigüedad, directamente no lo atenderíamos.

—O sea que, al final, debo terminar agradeciéndoselos, Montse ¿Es eso lo que me quiere decir?

—Eso mismo, señor Andrada.

—Pues muchas gracias, entonces. Hagámoslo. ¡Válgame Dios!


Muchos empresarios u oportunistas realizan operaciones en la Bolsa, comprando bonos en pesos en Argentina y vendiéndolos afuera, obteniendo así dólares legales. Lo más caro es traer dinero al país. Por este servicio las oficinas financieras cobran entre cuatro y seis por ciento de comisión, alentadas por la diferencia en la brecha entre el dólar oficial con el dólar libre.

Uno de los espectáculos más bizarros comienza a observarse en los aeropuertos, donde los turistas extranjeros se convierten en una pieza codiciada de aquellos que buscan comprarles sus dólares.


—Hola doctor Basualdo ¿cómo está usted? —Jimmy, el jefe de la oficina financiera, responde el llamado que le ha transferido Montse­—. ¿En qué lo puedo ayudar?

—Buen día, Jimmy, gracias por atenderme. Mire, estoy vendiendo un departamento a nombre de mi madre. Ya tengo comprador y vamos a escriturar. Como ella ya tiene sus años y movilidad reducida, necesitamos hacerlo en un lugar conocido y reservado y había pensado en la sala que tiene en su oficina, si no le parece mal.

—Por favor, doctor Basualdo. Usted es uno de nuestros principales clientes. Cuente con ello. Mire, lo voy a transferir con Montse, nuestra operadora, que es quien lleva las reservas de la sala para que arregle con ella. Por supuesto, yo voy a estar presente en la escritura para que usted se quede más tranquilo.

—Gracias Jimmy por la gauchada. Arreglo con Montse y lo veré entonces el día de la firma. Un abrazo.

—Buenos días, doctor, le habla Montse —la eficaz operadora recoge de inmediato la llamada—. Ya me informó el señor Jimmy sobre lo que usted necesita. ¿En qué fecha está pensando, aproximadamente?

—Gracias Montse por contestar tan rápido. Mire, como el comprador necesita de un par de semanas para disponer del dinero, diría que, para cubrirnos en salud, sería dentro de treinta días.

—Sí, no hay problema, doctor. En esa fecha solo estará ocupada el miércoles por la tarde. El resto de los días todavía están disponibles. ¿Cuántas personas serían, aproximadamente, y necesitaría algún tipo de ayuda de nuestro lado?

—Siendo así, ese jueves a las 15 horas estaría bien entonces. Respecto a la gente seremos mi madre, mi esposa y yo por la parte vendedora; un matrimonio por la compradora; el escribano; el señor Jimmy; y me encantaría si usted nos puede acompañar. Somos ocho personas, digamos que nueve, por las dudas. Tal vez necesitemos a la persona de seguridad que tienen para acompañar al matrimonio comprador cuando retira el efectivo del banco de enfrente y lo lleva a la oficina. Aparte de eso y de la contadora de billetes, creo que nada más, Montse. ¡Ah, y me olvidaba…! El dinero que cobre no lo voy a retirar del edificio, sino que se los voy a dejar para que me lo depositen en mi cuenta afuera habitual.

—¡Hecho! Cuente con todo eso, doctor Basualdo.

—Siempre ha sido un placer trabajar con ustedes, Montse. Simplifican todos contratiempos que puedan surgir.

—Gracias, doctor, y nos veremos el día de la firma, entonces.


Para garantizar estas operaciones están los llamados “portavalores”, que son aquellos empleados de financieras que, vestidos con un jean y campera, mueven el efectivo de una oficina a otra. En algunas financieras, se advierten carteles de avisos de dónde evitar estacionar con el auto, porque como todos andan cargados con bolsos y mochilas llenos de efectivo, se han producidos reiterados robos.

El día y a la hora acordada se hacen presentes en la oficina todos los involucrados en la operación, a los que, amablemente, Montse hacer ingresar a la sala.

Por la parte compradora se trata de un matrimonio en el que se percibe una notoria diferencia de edad entre ambos cónyuges. Mientras que el marido debe ya sobrepasar cómodamente los cincuenta años, su mujer, una joven de una belleza inusitada, no debe alcanzar los veinticinco. Por la vendedora, aparte del ya conocido doctor Basualdo, ha concurrido su madre, una anciana ya seguramente nonagenaria a la que llevan en silla de ruedas, y con notorios problemas de audición y dicción.


—Buenas tardes a todos —Jimmy recibe a todos los participantes—. Sean bienvenidos a esta oficina, de la cual soy el responsable. El doctor Basualdo es un conocido y fiel cliente nuestro, por lo que procuraremos facilitar la operación en todo lo que podamos.

—Muchas gracias señor —responde el escribano con la debida formalidad del caso—. Para comenzar, por favor necesitaría los documentos de las dos partes.

Una vez verificados los mismos, el escribano continúa

—Perfecto, daré entonces comienzo a la lectura de la escritura traslativa de dominio y les ruego que me indiquen cualquier disconformidad o duda que pudiera surgirles, ¿de acuerdo?

Con la conformidad de ambas partes, procede a dicha lectura, enfatizando en que la escritura se hace por ciento ochenta mil dólares, con lo que también todos están de acuerdo.

—Muy bien, siendo así, le solicitaré a la parte compradora que entregue el dinero a quién habrá de verificarlo por los vendedores.

—Yo soy esa persona, escribano —responde, solícita, Montse, levantándose —, y aquí está la contadora de billetes, así que si me van pasando los fajos…

Mientras los fajos van desfilando y la máquina contadora devorándolos, la madre del doctor Basualdo le indica a este que acerque su oído para escuchar algo que necesita decirle; lo que hace este inmediatamente.

—Bien, aquí están los ciento ochenta mil dólares que las partes han acordado en escriturar y aquí los treinta y cinco mil adicionales que ambas acordaron que fuese el precio real.

—Muy bien, siendo así, procederemos entonces a la firma de la escritura de ambas partes. Por favor utilicen esta lapicera y firmen en los lugares que les he indicado con una cruz en lápiz…


Y el acto formal que hasta ese momento se desarrollaba con toda armonía y cordialidad, comienza a irse al demonio…


—¡Eh, esteee…! —comienza a balbucear el pobre doctor Basualdo.

—¿Ocurre algo, doctor? —inquiere el escribano, comenzando a fruncir el ceño.

—Sí, ¿por favor podríamos pasar un minuto al despacho del señor Jimmy, usted, señor escribano, el señor Jimmy, Montse y yo?

Habiendo ingresado a dicho despacho, el doctor Basualdo, visiblemente nervioso, se dirige a las otras tres personas.

—¡Espero que me perdonen ustedes, señores! Es algo totalmente impredecible.

—¿Qué le pasa, doctor? —inquiere Jimmy, con intención de colaborar

—Es mi madre… ¡no quiere firmar!

—¿Y eso? ¿Por qué? ¿A su edad…? —le pregunta Montse, en tono amistoso.

—Justamente por eso, Montse. Por su edad. Es muy prejuiciosa y el hombre comprador no le ha caído bien….

—¿Pero, por qué? Si lo único que tiene que hacer es firmar, cobrar el dinero y.. si te he visto, no me acuerdo —agrega, ya algo molesto, el escribano.

—No trate de encontrarle la lógica, doctor —responde un alicaído Basualdo—. Dice que tanta diferencia de edad con su esposa, no sé.. la debe haber seducido o será un matrimonio por conveniencia… y no quiere venderle el departamento.

—¿Y no hay nada práctico que podamos hacer para convencerla? —pregunta Jimmy—. No sé, tal vez algo que pueda hacer el comprador para demostrarle que es una buena persona…

—¿Hay algo en especial que le guste o sienta debilidad por ello? —pregunta Montse.

—¡Esperen, tal vez….! Montse, ¿le puedo pedir un favor? —dice el doctor Basualdo.

—Por supuesto, doctor, ¿de qué se trata?


Tras comentarle algo en secreto. El doctor le pide a los otros que regresen junto a él a la sala, a excepción de Montse, quien abandona la oficina.

Mientras se vuelven a reunir en un ambiente de una tensión casi palpable, el escribano retoma la palabra.


—Vamos a hacer un descanso de diez minutos, por favor, a pedido de la parte vendedora.

Al cabo de cinco minutos regresa Montse, quien disimuladamente le alcanza un pequeño objeto al hombre de la parte compradora, tras lo cual este hace lo mismo con la madre del pobre doctor Basualdo, logrando de esta una amplia sonrisa. La madre, mediante un pequeño cabeceo vertical le indica a su hijo que pueden seguir con la operación.

—Muy bien, señores, retomamos con la firma de la escritura.


Y la misma concluye con total normalidad, logrando la plena satisfacción de todas las partes, quienes se retiran de la oficina poco después…


—¿Qué pasó, Montse? ¿Qué hiciste para lograr destrabar este desaguisado?

—Nada. Jimmy, solo compré un conito de dulce de leche recubierto con chocolate negro en el kiosquito de al lado. ¡Me dijo Basualdo que eran la perdición de su madre!


A esta altura del partido, a Jimmy no le deben quedar dudas de que reemplazar a la rubia y pulposa operadora le va a resultar harto difícil de lograr, tanto por su eficiencia como por su… algo más.


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