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(II) La Fe

(Segundo artículo de la Trilogía: Ciencia, Fe y Convivencia)

Diálogo con Manuel Carreira, por Leopoldo Prieto López

Editado por Tony Salgado

 

“Asociamos la religión son aquellos actos del hombre (de adoración, de súplica, de expiación, etc.), en relación con Dios, que proceden de la fe y que están orientados a la salvación eterna.

Ahora bien, existe un tipo de fe que no es religiosa, sino humana; la que suele llamarse conocimiento por testimonio.

La mayor parte de los conocimientos de cualquier persona proviene de este tipo de fe. La historia, la geografía y todas las demás ciencias son campos de conocimiento adquirido por testimonio, es decir en virtud de afirmaciones de un testigo, que carecen de una intrínseca evidencia y que se aceptan por confianza en el testigo.

Pero también existe la fe sobrenatural. Se apoya ésta en la revelación, que supera el conocimiento por experiencia y también el conocimiento racional.

Por lo tanto, se debe admitir que los objetos específicos de la fe (y de la revelación) son, en realidad, de un orden superior al humano, es decir, son de un orden sobrenatural.

El objeto de la revelación es algo que se refiere al misterio de Dios en su ser íntimo y a su plan de salvación para los hombres, lo cual nadie ha estado nunca en condiciones de deducirlo de razonamiento filosófico alguno.

En el mismo sentido se expresa el magisterio de la Iglesia, cuando, tratando sobre la revelación divina, dice que “ruego a Dios en su bondad y sabiduría revelarse en persona y manifestar el misterio de su voluntad”.

La profunda verdad que esta revelación manifiesta sobre Dios y sobre la salvación de los hombres resplandece para nosotros en Cristo, que es al mismo tiempo el mediador y la plenitud de toda la revelación.

Ya hemos hablado de la Ciencia en el artículo anterior, pero es necesario destacar con claridad que el conocimiento no se limita sólo a la ciencia experimental (como cree el cientificismo).

La filosofía es un saber que no toma en consideración el aspecto cuantitativo ni busca la verificación experimental.

El razonamiento filosófico, además, se caracteriza por emplear conceptos más alejados de la experiencia sensible, precisamente porque se encuentran en un nivel de abstracción más elevado.

Estos conceptos se refieren a dimensiones verdaderas de la realidad, aun cuando no sean observables según los criterios del procedimiento experimental.

Conceptos como esencia, ser, causa, finalidad, así como cantidad, calidad, espacio, tiempo, acción, pasión, etc, son nociones típicas de la filosofía.

La finalidad es una realidad de naturaleza filosófica, no un parámetro de índole científica. Sin embargo, no por ello es menos real.

La finalidad es algo verdadero (incluso es más real que aquellos otros aspectos referidos en los conceptos empíricos de la ciencia), pero lo es de un modo diferente a la forma como operan los parámetros de la ciencia.

No siendo una realidad de naturaleza cuantitativa, la finalidad no puede ser expresada a través de una ecuación.

Tampoco puede ser verificada por medio de un experimento, puesto que es una realidad que no se percibe por medio de los sentidos, sino racionalmente.

Por ejemplo, si un científico analiza un vaso, no podrá demostrar, después de haberlo medido cuidadosamente, que está hecho para beber agua.

La finalidad no puede ser descubierta con ningún experimento ni ser reducida a valores numéricos en una ecuación. Sin embargo, nadie niega, a la vista de algún producto de la técnica, que haya sido fabricado para un determinado fin, pese a que ello no sea una realidad demostrable científicamente.

Nosotros deducimos la finalidad de un determinado objeto de estudio de sus propiedades y de la lógica de su falta de congruencia si, en relación con esa finalidad, tales propiedades resultaran alteradas de modo significativo.

Muchas otras dimensiones de la realidad escapan a las posibilidades de la investigación científica, aunque no por ello dejan de ser reales.

Por ejemplo, el caso del pensamiento humano.

Dado que éste no se reduce a la actividad nerviosa, no puede ser verificado de forma experimental.

Tampoco la calidad literaria de un libro o el valor estético de una sinfonía son, propiamente hablando, aspectos empíricos ni numéricamente cuantificables; en consecuencia, no son competencia de la ciencia.

En realidad, casi todo lo que constituye la vida y la cultura humanas no puede ser determinado ni cuantificado según una metodología estrictamente científica. Las preguntas fundamentales no encuentran respuesta adecuada en ninguna ecuación.

Tales cuestiones son de naturaleza metafísica, no científica y, por lo tanto, su método de resolución no es cuantitativo.

Como ejemplo, el tiempo es un concepto sumamente abstracto, de naturaleza filosófica, que supera ampliamente las exigencias experimentales, y resulta ser simplemente aquello que mide un reloj.

Einstein decía “Yo no hablo de espacio y tiempo, sino de reglas de medida y relojes, ya que éstas son las cosas que puedo tratar en el laboratorio”.

Así pues, cuestiones tales como qué es el espacio y el tiempo, son preguntas filosóficas que no pueden ser afrontadas según las exigencias de la ciencia experimental.

Aún más claramente no científica es la pregunta sobre el “porqué hay algo en lugar de nada”.

Esta pregunta, que es en realidad la más importante de todas, no la puede responder ninguna medición, ningún experimento. Va más allá de la ciencia, y sólo es susceptible de una investigación metafísica.

Así pues, las preguntas más profundas y urgentes para el hombre no encuentran respuesta en la ciencia, ya que no son relativas a la materia y sus operaciones. Pertenecen al campo de la filosofía.

En esta característica de la razón humana encontramos un indicio de la inmaterialidad del pensamiento que, aun cuando se interesa por las realidades materiales, también se orienta hacia muchos otros aspectos de la realidad.

La razón humana, en tanto hunde sus raíces en el espíritu, se interesa por todo lo real. He aquí la razón de por qué el hombre se plantea preguntas últimas y radicales.

Afrontar y responder tales cuestiones es tarea de la filosofía y la teología.

Vimos que los datos que emanan de la actividad científica no satisfacen completamente a la razón humana. Por lo tanto, la razón busca más allá.

 Esta insaciable curiosidad, inconfundible indicio del espíritu, ha hecho pensar a algunos cosmólogos en el llamado principio antrópico.

Este principio deduce la finalidad del universo mediante un conjunto de parámetros físicos que hacen posible la vida y la inteligencia en el cosmos.

En realidad, no es un principio de naturaleza científica, como resulta del simple hecho que es un razonamiento sobre la finalidad del cosmos. Pero el hecho de que no sea un principio científico, no significa que no tenga un valor evidente.

Es un principio filosófico inducido a partir de abundantes y rigurosos datos de la física, e interesa subrayar aquí la continua insatisfacción que el pensamiento humano experimenta frente a los datos científicos.

La pregunta sobre la finalidad del cosmos (lo que interroga el principio antrópico) es una típica e inevitable pregunta humana, que aun cuando no pueda ser satisfecha por la ciencia, tiene sentido y es legítima.

Es una pregunta que la inteligencia humana puede y debe afrontar, aunque a un nivel diferente (y superior) del que es propio de la ciencia.

Para ejemplificar esta importante verdad, preguntar a la ciencia si Dios existe es tan absurdo como preguntar a la física mecánica si El Quijote es una obra de valor literario. Ninguna de ellas está en condiciones de decir nada sobre tales argumentos.

La ciencia, por lo tanto, no tiene nada que decir allí donde no está en juego la materia y su actividad.

Si alguien sostuviera que la ciencia afirma que Dios no existe debería explicar primero qué experimento ha realizado para llegar a semejante conclusión.

Por otro lado, la teología no es competente en lo que concierne a la materia y su actividad. Su ámbito propio es el misterio de Dios y el plan de su voluntad puesto por obra en la historia para la salvación de los hombres.

La teología, en efecto, no está en condiciones de decir si la materia comenzó caliente o fría, con alta o baja densidad, etc.

La revelación, que es la fuente de la teología, no nos ha sido transmitida para ahorrarnos el esfuerzo de la investigación y de la teorización científica.

Galileo advirtió que la revelación tiene como finalidad transmitir a los hombres aquellas verdades que, siendo “necesarias para su salvación [de los hombres], superan cualquier discurso humano”; y que, por lo tanto, no siendo alcanzables a través de ciencia alguna, fueron reveladas por el Espíritu Santo.

En cambio, proseguía Galileo, en la investigación sobre las cuestiones naturales (es decir, no sobrenaturales o de ‘fe’, como él decía), no es razonable sostener que Dios, “que nos ha dotado de sentidos, de discurso y de intelecto, haya querido, posponiendo el uso de éstos, darnos por otro camino las noticias que podemos conseguir a través de ellos”.

Es necesario, por lo tanto, no mezclar lo que es diferente, pues de lo contrario se producirán lamentables equívocos.

Hay quienes sostienen erróneamente que la ciencia tiene competencia para dirimir la cuestión sobre la existencia de Dios; pero también están aquellos otros que afirman, de modo igualmente erróneo, que la Biblia procura conocimientos científicos sobre la realidad material.

Ninguna de estas posiciones es aceptable.

Hay que afirmar con claridad: la ciencia no tiene nada que decir sobre cuestiones independientes de la materia y de la cantidad, y la teología no tiene competencia al margen del misterio de Dios y su plan.

Cada vez que un teólogo (o la Biblia) haga una afirmación sobre un aspecto relativo a alguna realidad material, la verdad de este aspecto depende exclusivamente de la investigación cuantitativa o científica.

Si nuestros teólogos del siglo XVII hubieran sido conscientes de esta regla imprescindible, no se hubiera producido ningún ‘caso Galileo’, que aún hoy lastra la Iglesia. Se termina así pagando precio muy alto cuando se toma a la ligera aquello de que “Cuanto Dios ha separado nadie debería intentar unirlo”.

 Las evidentes diferencias de objeto y método de estas dos formas de conocimiento hacen imposible un verdadero conflicto entre ellas.

El conflicto entre ciencia y religión surge solamente cuando se adopta un método equivocado, que se aplica a objetos diferentes de aquellos para los cuales el método resulta idóneo.

En este sentido, si es absurdo tratar de aplicar la metodología teológica a una cuestión científica, no lo es menos el aplicar la metodología experimental a una cuestión teológica.

Es necesario precaverse de los peligros del cientificismo.

La ciencia no está, ni objetiva ni metodológicamente, en condiciones de decir nada sobre lo que no es de índole cuantitativa ni objeto de experimentación. Y esto no sólo en relación con la religión, sino también con muchos otros aspectos de la realidad.

Piénsese, por ejemplo, en la ética: ¿con qué experimento podría medirse el valor ético y la responsabilidad de una acción?

Sobre aspectos tan importantes de la vida humana como son, entre otras, la actividad familiar, social, ética, estética, afectiva, la ciencia no tiene título alguno para pronunciarse.

Y con todo, es en estas dimensiones donde radica el aspecto más específicamente humano del hombre (inteligencia, voluntad, ser persona, etc.).

Por otro lado, si la ciencia no es competente en tantos ámbitos naturales, tan menos lo será en la esfera de la revelación y de la fe sobrenaturales.

Éste es el territorio sagrado de la Fe, ante el cual la ciencia debe humillarse y, como Moisés delante de la zarza ardiente, descalzarse las sandalias”.

 

 

Soy ingeniero industrial y ejercí mi profesión durante más de 40 años en el área de Tecnología de la Información, hasta que me retiré en el año 2011.

Debido a la formación recibida y, si bien no estuve en contacto directo con las ciencias exactas puras y duras, sí que lo estuve con las aplicaciones tecnológicas fundamentadas en ellas, por lo que comprendo perfectamente y comparto lo presentado en este artículo sobre los alcances de la actividad científica.

Fue casi siempre difícil para mí aceptar razonamientos ajenos a la lógica formal y estructurada que se me presentaron a diario, aunque creo haberme manifestado en general abierto a opiniones distintas a la mía, algunas diametralmente opuestas.  

Estoy convencido de haber sido humilde y para nada arrogante en cuanto al discernimiento necesario para la búsqueda y aceptación de la “verdad”, por parte de los equipos que integré.

Esa actitud, innata en mí, me facilitó el proceso de delimitar el alcance de la ciencia hasta un punto tal, en el que lo científico dejaba de serlo, adquiría una validez relativa y era reemplazo por el sentido común.       

Por otro lado, y si bien no fui practicante durante muchos años, siempre me consideré creyente y después de jubilarme pude volver a tener un rol más activo en la comunidad católica.

Nunca abandoné la Fe en Dios y creo que eso me ayudó a ser una mejor persona y a haber podido crear junto a mi esposa, una hermosa familia de la que ambos nos enorgullecemos. .

Estoy convencido de que la espectacular maravilla que constituye nuestro universo solo pudo haber sido obra de una entidad superior inaccesible para el hombre, a la que llamamos Dios.  

Creo, en definitiva, que la Ciencia y la Fe pueden convivir en nuestro mundo, en la medida en que no intenten desplazarse mutuamente.   

   

Tony Salgado

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