(Primer artículo de la trilogía: Ciencia, Fe y Convivencia)
Prólogo del libro “Ciencia, razón y fe” de Mariano Artigas
Editorial Eunsa, 2007
Editado por Tony Salgado
“Un hecho bastante paradójico caracteriza la sociedad contemporánea, y está constituido por la función desigual que en ella desempeña la ciencia y la técnica que le está unida.
Por una parte, en efecto, parece innegable que la ciencia y la técnica están masivamente presentes en la vida concreta de nuestra sociedad, a todos los niveles, desde los más elementales ligados a la existencia cotidiana hasta los más complejos.
Por tanto, el hombre contemporáneo depende en medida prácticamente total de la ciencia y de la técnica, que han construido su real estado de naturaleza concreto, bien diverso de la naturaleza virgen e intacta que representa ahora casi solamente un sueño utópico.
Sin embargo, por otra parte, la ciencia y la técnica no han conseguido crearse realmente un espacio y una función dentro de lo que podríamos llamar la cultura del hombre contemporáneo, o sea, en el sistema de ideas, de orientaciones, de valores, de concepciones del mundo y de la vida, que inspiran los criterios de enjuiciamiento y las elecciones de los individuos y de las colectividades.
Una confirmación de este hecho se tiene cuando se considera que, en confrontación con la ciencia y con la técnica, el mundo contemporáneo todavía no ha encontrado una actitud espiritual clara: en efecto, junto a quienes manifiestan respecto de ellas una admiración y una confianza casi ciegas, viendo en ellas la única base verdadera para la solución de todos los problemas del hombre, no son menos numerosos quienes, por el contrario, manifiestan hacia la ciencia y la técnica una actitud de desconfianza o de auténtico miedo, y ven en el desarrollo científico-tecnológico un elemento de decadencia y de peligro para la humanidad.
Un fenómeno de este género se explica por el hecho de que nuestra época carece de una visión suficientemente clara de cuál es la naturaleza de la ciencia y de la técnica, lo que comporta, de modo inevitable, una profunda incertidumbre en el juicio que se puede expresar acerca de ellas.
Sintetizando en qué consisten los equívocos fundamentales que afectan al modo corriente de considerar la ciencia, podemos comenzar por el que ve en ella solamente un inventario de conocimientos eficaces; aunque no implique una reducción total de la ciencia a la técnica, esta perspectiva limita fuertemente cuanto concierne a la intencionalidad de la ciencia: la reduce, de hecho, a una intencionalidad pragmática, dejando en la sombra, hasta hacerla casi desaparecer, la finalidad cognoscitiva que, sin embargo, ha sido y continúa siendo la finalidad primaria en la construcción de la ciencia.
En cierto modo este hecho resulta comprensible: nuestra vida cotidiana está continuamente modificada y frecuentemente alterada por una incesante lluvia de innovaciones tecnológicas, que llevan el sello de la ciencia aplicada, por lo que resulta totalmente natural que la impresión más directa sea la de un saber científico como un gran almacén de conocimientos útiles (o, al contrario, también de conocimientos peligrosos y temibles).
Sin embargo, es claro que este modo de ver la ciencia impide que surja otra dimensión: la de las ideas, los conceptos, las interpretaciones, la verdad y la falsedad, o sea, precisamente aquel plano en cuyo interior se coloca la cultura, se sitúan las visiones del mundo y de la vida, se elaboran los criterios de juicio.
He aquí el motivo por el que una ciencia considerada como un saber pragmático está destinada a tener una función cultural marginal.
Ahora bien, se tiene el derecho de preguntarse si la naturaleza de la ciencia debe ser valorada simplemente sobre la base de ese impacto inmediato sobre la vida cotidiana, que exalta su aspecto eficaz y oculta el aspecto de empresa cognoscitiva pura; o si una valoración más adecuada no debe ser consecuencia de una atenta reflexión, más que de una impresión inmediata.
La respuesta es un tanto obligada: como en todas las cosas humanas, la comprensión más adecuada se alcanza a través de una reflexión consciente.
Parecería que quien acepte el empeño de una seria reflexión sobre la ciencia deba llegar de modo inevitable a reconocer su intento y su validez cognoscitivos.
Pero ¿es realmente así?
Desgraciadamente no lo es: de hecho, la concepción pragmatista o instrumentalista de la ciencia no es sólo una superficial visión de sentido común, sino también una posición conscientemente sostenida y defendida en el interior de algunas corrientes de la filosofía de la ciencia contemporánea que, con su presencia, han acabado haciendo más aceptable la difusión de la visión de sentido común mencionada.
No es posible entrar aquí en los detalles del camino que la ha conducido a una concepción instrumentalista; nos limitaremos a afirmar que se ha tratado del efecto histórico de una gran desilusión.
En los dos siglos de vida que conoció la física moderna desde Newton hasta el fin del siglo XIX, había conseguido éxitos tan grandes que se llegó a considerar que la ciencia en general constituía, precisamente en el plano cognoscitivo, la forma de saber dotado de plena verdad y absoluta certeza (esta potencia cognoscitiva se reconocía similar a las matemáticas).
Sin embargo, hacia el final del siglo XIX y el inicio del XX, una profunda y bien conocida crisis atravesó tanto a la física como a las matemáticas y, al menos en un primer momento, pareció que no se pudiese ya reconocer a la ciencia una auténtica fiabilidad en el plano cognoscitivo, sino sólo un valor pragmático.
El pensamiento posterior ya no ha conseguido restablecer un equilibrio satisfactorio en la valoración de la ciencia.
Las corrientes de inspiración positivista, en efecto, ignoraron prácticamente la crisis producida o, al menos, la interpretaron como fruto de un incompleto rigor lógico y empírico de la vieja ciencia.
Desde ahí, volvieron a proponer la idea de una ciencia como única forma de saber auténtico, cuya garantía de verdad y de certeza reposaría sobre el empirismo más radical y sobre el uso puramente formal de la razón.
En oposición a esta corriente, también se ha sostenido una concepción falibilista de la ciencia, con la intención de conservar su carácter de empresa cognoscitiva, pero quitándole la garantía del acceso a la verdad en sentido propio y limitándola a ser un conocer crítico que puede, como mucho, eliminar los errores.
Pero precisamente en esta situación intermedia, con incapacidad de reconocer a la ciencia auténticos logros positivos, está uno de los mayores límites de las nuevas corrientes.
Por otro lado, las mismas han preferido mantenerse fieles al programa mínimo del empirismo, contentándose con reconocer en la ciencia el uso de hecho de un método basado en el control empírico y en la argumentación lógica, renunciando a la pretensión de que tal método conduzca a un conocimiento adecuado de la realidad y colocándose en una posición básica de fenomenismo pragmatista.
Más recientemente, se han desarrollado además corrientes que ni siquiera reconocen a la ciencia el carácter de conocimiento objetivo fundamentado en la experiencia y en la argumentación racional, y niegan de este modo su especificidad como una forma del saber.
Como resulta claro del breve esbozo que precede, la pregunta que se impone es ésta: ¿es posible salvar la intención y el alcance cognoscitivos de la ciencia sin reconocerle el carácter de saber absoluto, que ya no es posible atribuirle? ¿O estamos obligados, si dejamos caer ese carácter, a acabar en una concepción sustancialmente pragmatista e instrumentalista de la ciencia?
Lamentablemente, por una combinación paradójica, la idea de la ciencia como saber absoluto y la idea de ella como saber pragmático, representan los polos extremos, resultan ambas insatisfactorias, y permanecen asociadas al modo de pensar de la mayor parte de los hombres de nuestro tiempo.
Como ya se ha dicho, éstos tienen de la ciencia una idea inmediata como de un saber práctico y eficaz, pero si son invitados brevemente a reflexionar que la ciencia es también un esfuerzo para conocer el mundo y para desvelar los misterios de la naturaleza, entonces atribuyen a la ciencia los caracteres de un saber absoluto.
He aquí por qué la tarea de una reflexión actual sobre la ciencia es particularmente delicada: se trata de eliminar separadamente dos errores que conviven, y que, sometidos a análisis crítico, parecerían ser tales que uno no se podría suprimir sin reforzar al otro.
Para ello el primer paso a dar es la reivindicación de la prioridad de la intención cognoscitiva de la ciencia, que puede reconocerse mediante un análisis histórico de su constitución y su desarrollo, así como por el análisis de las modalidades actuales de la investigación científica. La ciencia se muestra inscrita en la fundamental preocupación humana de conocer la verdad, buscando describir la realidad y comprenderla mediante el uso de la razón (en particular, buscando proporcionar el porqué de lo que nos atestigua la experiencia).
Sin duda, desde el momento en que el hombre siempre ha procurado utilizar sus conocimientos para vivir en el mundo, para perseguir fines prácticos de diversos géneros, es totalmente natural que haya aprovechado para ello los conocimientos científicos que poco a poco adquiría, y que hoy busque adquirir mediante los métodos de la investigación científica aquellos conocimientos que necesita para realizar ciertos objetivos prácticos.
Sin embargo, el reconocimiento de esta finalidad cognoscitiva esencial no basta todavía para determinar el tipo de saber que caracteriza a la ciencia, desde el momento en que también la filosofía, el pensamiento mítico, las religiones o las mismas artes expresan a su manera, y por lo menos en cierta medida, la finalidad de conocer e interpretar la realidad.
La individuación de ese tipo de saber se consigue, una vez más, sobre una base al mismo tiempo histórica y teórica.
En efecto, no es difícil reconocer que el saber científico se caracteriza por la explícita parcialidad de sus perspectivas: cada ciencia indaga la realidad bajo un punto de vista limitado, utilizando un número finito de conceptos específicos bien explicitados y formando criterios estandarizados para el control intersubjetivo de las afirmaciones inmediatas y de las inferencias realizadas.
En esta especialización (que lo es a la vez de métodos y de objetos) se encuentra la naturaleza del saber científico y también la garantía de su objetividad.
Al decir esto nos referimos al saber que se realiza en cada disciplina científica concreta: sus criterios de objetivación, de verificación, de inferencia, no son los de otras disciplinas y no pueden pretender una validez absoluta y universal.
Sin embargo, esto no impide que cuanto se conoce dentro de una tal disciplina sea saber auténtico y, relativamente a aquel ámbito de objetivación, fiable.
Pero ¿por qué esta regla de racionalidad, que aplicamos sin dificultad cuando se trata de disciplinas diversas dentro de la ciencia, debería dejar de valer cuando nos referimos a la ciencia tomada globalmente? ¿Por qué, en definitiva, el saber científico debería ser el único saber; los métodos de investigación científica, los únicos métodos de búsqueda de la verdad; y los objetos accesibles a la ciencia, los únicos dignos de ser investigados y comprendidos?
Lo absurdo de esa pretensión indica que el saber científico, aun siendo realmente un saber, no puede ambicionar ser un saber absoluto. Si avanza una pretensión semejante, contradice las mismas condiciones que constituyen la cientificidad (y en ello radica el absurdo).
Por lo demás, es fácil advertir que tal absolutización de la ciencia no se lleva a cabo en una sede científica, sino filosófica: el cientificismo (o sea, la tesis que pretende reducir al ámbito de la ciencia todo el ámbito de los problemas humanos cognoscitivos y prácticos) es una forma de mala filosofía y no una consecuencia de la ciencia.
Por el contrario, si se reconoce a la ciencia plena validez cognoscitiva en su ámbito de objetos y problemas, ella asume toda su riqueza de valor intelectual sin negar, por otro lado, la legitimidad de otros ámbitos de problemas y de otras esferas cognoscitivas.
De este modo, ella se encuentra también protegida respecto a una serie de ataques de los que recientemente ha sido objeto.
En efecto, frente a las promesas exageradas según las cuales la ciencia habría sabido resolver los más graves problemas humanos, se ha dado la reacción de desilusión de quienes han constatado cómo, en realidad, tales problemas superan el alcance de la ciencia, y de este modo se ha pasado a una actitud general anticientífica.
Se trata de una reacción injustificada, porque en realidad no es misión de la ciencia proporcionar las certezas últimas, formular juicios de valor, indicar lo que es bueno y lo que es malo, dar sentido a la vida, satisfacer al sentimiento, promover la justicia, infundir en el corazón del hombre el amor y la esperanza, asegurar la paz.
Sin embargo, el cientificismo había hecho creer que la ciencia podía encargarse también de estas tareas, y es, por tanto, el verdadero responsable de la reacción anticientífica hoy ampliamente difundida.
Nuestra civilización, en cambio, precisamente porque está imbuida de ciencia, porque es estructuralmente una civilización científico-tecnológica, tiene una necesidad esencial de comprender la ciencia como lo que verdaderamente es, sin idolatrarla ni condenarla, reconociendo su gran significado como una forma de saber objetivo, riguroso, fiable y también susceptible de una gama indefinida de aplicaciones prácticas, pero reconociendo a su lado la existencia de otros grandes espacios en los que se ejercita la acción del espíritu humano, como los de la filosofía, el arte, la moral, la fe religiosa, cada uno de los cuales responde a exigencias del ser humano que la ciencia no puede satisfacer, aunque no puedan ofrecerle lo que le ofrece la ciencia.
Pero el ser humano, en la complejidad de sus dimensiones, tiene necesidad de todo esto y nadie tiene el derecho de privarle de una u otra de esas riquezas”.
Desde mi humilde perspectiva, creo que en el mundo actual y para el ciudadano de a pie, es innegable el espectacular avance que la tecnología ha logrado durante los dos últimos siglos, lo que ha permitido el continuo crecimiento de diversas disciplinas allegadas a nuestro quehacer diario.
También resulta claro que dicho avance tecnológico, nunca visto antes en la historia del sapiens sobre la Tierra, ha tenido lugar merced a los continuos aportes de la investigación científica empírica y aplicada, sin la cual nuestro “progreso” no hubiera sido factible.
Pero lo que no resulta tan evidente para el común de la gente, es que detrás de dicha investigación aplicada y como recurso previo del que se nutre, existe un universo abstracto constituido por la ciencia cognoscitiva, con conceptos, interpretaciones, verdades, fuentes de cultura, visiones del mundo y criterios de juicio; y que constituyen su finalidad primaria. A este universo acceden solo unos pocos privilegiados, generalmente dotados de un gran intelecto, y que son frecuentemente cuestionados si sus saberes no se materializan en aplicaciones concretas y útiles para la sociedad.
Estar en frecuente contacto con los límites del conocimiento humano, en el afán de lograr su expansión, genera frecuentemente en ellos el sesgo de aceptar como verídico solamente aquello que responda a una causa emparentada con el raciocinio que utilizan, negando todo otra explicación contraria o no alineada con él.
No es de extrañar entonces que la noción de la Fe, sin sustento científico, sea considerada como errónea y no digna del menor crédito.
Este enfrentamiento ha durado desde el inicio de los tiempos hasta la actualidad, donde se ha agravado hasta límites impensados.
Por lo tanto, creí importante dedicar unos artículos a este conflicto que no hace más que perjudicarnos, tratando de reflexionar sobre una posible convivencia que estimo, fundamental. Los encontrarán en nuevos temas a desarrollar en este blog.
Tony Salgado
Comments