Enrique Dans, Octubre 2023
Mi columna de esta semana en Invertia se titula «El mercado de trabajo y la innovación» (pdf), y previene sobre los efectos perniciosos para la innovación en las compañías que están aprovechándose de las tensiones en el mercado de trabajo para obligar a sus trabajadores a que vuelvan a la oficina. La ciudad de San Francisco ha diseñado un ambicioso plan que incentivará a constructoras y empresas de reformas para reconvertir en residenciales numerosos edificios de oficinas que, tras la pandemia, se habían quedado vacíos, y que se estimaba que tenían ya muy pocas posibilidades de ser ocupados en un país en el que aproximadamente un tercio de los trabajadores siguen, y previsiblemente seguirán, trabajando desde sus casas. La idea, además de aprovechar activos infrautilizados, es insuflar nueva vida al un centro de la ciudad que se había quedado en una situación dramática tras la negativa a volver a la oficina de muchos trabajadores tras los confinamientos de la pandemia. Se estima que la única forma de devolver la vida a esas zonas es dotarlas de una población residente, con necesidades muy diferentes de las que tenía la población flotante de trabajadores que acudían por la mañana, y tendían a necesitar únicamente negocios como restaurantes, cafeterías o lavanderías, en lugar del comercio de barrio de amplio espectro habitual en zonas residenciales. La situación en los Estados Unidos difiere en gran medida de la existente en otros países, y fundamentalmente en aquellos con tensión en su mercado de trabajo como España. La batalla entre los partidarios del trabajo distribuido (Work From Home, o WFH) y los del retorno a las oficinas (Return To Office, o RTO) no es especialmente diferente: mientras los primeros aseguran que pueden ser más productivos trabajando de manera general desde su casa, sin someterse a la tortura del commuting y los atascos diarios, y acudiendo a la oficina tan solo de manera puntual para reuniones de coordinación, con clientes o de otro tipo siguiendo la idea de que la oficina no es para trabajar, sino para socializar; los segundos se aferran a convencionalismos que han sido ya ampliamente probados como erróneos, tal como la idea de que «es necesario verse en persona y rozarse para que exista innovación» o «no se puede desarrollar una cultura corporativa si no nos vemos», que habitualmente representan tan solo la arcaica y controladora idea de «si no te veo aquí, desconfío porque no sé qué estás haciendo«.
En ese sentido, la batalla sigue aproximadamente igual, y la discusión sobre cómo trabajaremos en el futuro sigue abierta. Lo que difiere de manera muy marcada es lo que ocurre en países como España, con un mercado de trabajo disfuncional claramente sesgado hacia la oferta, en el que las empresas son capaces de obligar a sus trabajadores a volver a la oficina simplemente con la amenaza de ponerlos en la calle si no lo hacen. En ese contexto, los trabajadores, en lugar de hacer como sus homólogos norteamericanos, que no temen dejar sus puestos porque saben que fácilmente encontrarán otros, se ven obligados a aceptar las condiciones de su empleador. El resultado son compañías que vuelven rápidamente a su forma de hacer las cosas anterior a la pandemia, que simplemente no han aprendido ni incorporado nada de la experiencia, y que por tanto, no innovan en nada relacionado con la gestión del talento, la flexibilidad o las metodologías de trabajo. Compañías que siguen fosilizadas en jornadas de trabajo presenciales, en «comprar horas de culo en silla» en lugar de comprar habilidades, en jefes que se pasean para ver quién es el osado que se va a su casa a la hora marcada para ello. Una cultura post-industrial, de taller, que en realidad nunca debió existir, pero que muchos están empeñados en perpetuar. ¿El resultado? Empresas que no evolucionan, que no pueden atraer talento como lo hacen otras, y que aunque no lo sepan, experimentan una desventaja competitiva que se convierte, por agregación, en una desventaja comparativa para el país. Un problema importante, que en otros países como Alemania, Australia o los Países Bajos se intenta evitar consolidando el trabajo distribuido como un derecho legal del trabajador al que la empresa no puede negarse. ¿Por qué? Porque entienden que la adaptación al contexto tecnológico es un factor fundamental que fuerza la innovación, y que negarse y reprimirlo es negativo para la competitividad de las empresas. Veremos en el futuro cómo esas empresas fosilizadas y empeñadas en reprimir mediante el ejercicio de una trasnochada autoridad la imparable tendencia al trabajo distribuido van perdiendo competitividad frente a otras. Y si esto ocurre en todo un país, el efecto será todavía más preocupante.
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