Cafés porteños
Cada mañana, los abogados que visitan el centro porteño para hacer su recorrido por los juzgados de tribunales o acudir a alguna audiencia, se presentan con sus trajes habituales y sus portafolios repletos de papeles en algunos de sus cafés y bares favoritos, donde son clientes frecuentes, para informarse, leer las noticias, ponerse al día o trabajar con algún amigo o colega. Distintas generaciones de ellos tienen su sitio predilecto en la casi veintena que circundan el Palacio de Tribunales o sus zonas cercanas. Allí el trato que recibe cualquier comensal que ingresa es el de Doctor o Doctora, independientemente de su profesión real.
Algunos de los preferidos, aparte del Tribuno, son el Boston City, en la Galería Güemes; el New Brighton, un típico bar británico, en Sarmiento al 600; el Bay Ben, una típica barra antigua, en Lavalle al 1500; y el Bar Ulpiano, con su típica factura de hojaldre con azúcar y dulce de manzana para acompañar el café, en Lavalle 1200; entre otros muchos.
También hubo otros que fueron representativos de épocas pasadas, pero que lamentablemente no resistieron al inexorable paso del tiempo y fueron cerrando sus puertas, entre ellos el Café de los Catalanes, inaugurado en 1799 en la esquina de las actuales San Martín y general Perón; el Globo, surgido en 1914 en Monserrat, por el que desfilaron Jorge Newbery, Arturo Illia, Raúl Alfonsín, Lola Membrives y Jorge Luis Borges, entre otros; el Petit Café, de 1927, ubicado en Santa Fe, entre Callao y Río Bamba, frecuentado por niños bien, a los que se llamó petiteros; entre otros.
Al día siguiente se produjo la audiencia de conciliación, pero dado que las expectativas de Matilde y Rubén habían sido idénticas y básicamente centradas en disponer del poderoso caballero Don Dinero, la reunión ha estado plagada de asperezas y mutuas recriminaciones entre los integrantes de la ex pareja.
Los dos abogados de sus clientes, los doctores Gutiérrez y Cuello, respectivamente, han intentado por todos los medios llegar a una solución de compromiso, la que fue finalmente conseguida después de más de tres horas de gritos, mutuas recriminaciones y otros hostiles alegatos.
El trabajo de los doctores ha sido extremadamente eficaz, ya que la reunión ha concluido con el mutuo acuerdo de Matilde y Rubén, consistente en que ambos se quedarán con cien mil dólares cada uno; se pondrán a la venta el departamento y el auto y lo que se obtenga de la misma se dividirá en mitades iguales.
Dado que ya eran más de las dos de la tarde y como un gesto de un acuerdo civilizado, las dos partes junto con sus abogados respectivos, deciden almorzar juntos.
El encuentro tiene lugar en el Café Bar Tortoni.
—¡Qué elegante es este Café! Les tengo que agradecer a los tres que finalmente hayamos podido alcanzar un acuerdo —Matilde toma la iniciativa—. Realmente me siento mucho más aliviada.
—Creo que siendo sinceros en lo que se hable, a pesar de los modos en algún momento, señora, permite lograr estos acuerdos que, de otro modo, serían muy difíciles de alcanzar —le responde el doctor Cuello—. Ya ve cómo mi cliente, a pesar de los problemas que pudieron haber tenido, al final es una persona que termina razonando. Y ahora, a dar cuenta de nuestro almuerzo.
El Café Bar El Tortoni, inaugurado en 1858, fue siempre un lugar de reunión de gente que quería compartir problemas o evitar la soledad y es el único de los cafés de la bohemia intelectual que sigue en pie. Desde los ’30 en adelante fue un templo abierto a escritores, pintores, periodistas, políticos, jugadores de ajedrez, tomadores de capuchinos, gustadores del tango o jazz, y entusiastas de la pintura. Es el más antiguo y célebre de los cafés porteños, formando parte inseparable de la avenida de Mayo, la más española de Buenos Aires.
—Realmente, la comida estuvo magnífica —comenta el doctor Gutiérrez—. Por algo tiene tanta fama este lugar. Y ahora, permítanme preguntarles algo. ¿Cuándo y de qué modo piensan efectuar el pago?
—Miren, mi interés es cerrar este tema cuanto antes; y ya que Matilde quiere el dinero en efectivo —responde Rubén—, si están de acuerdo, nos podemos juntar los cuatro pasado mañana al mediodía en el juzgado, le doy el dinero y damos por cerrado el caso, a la espera de las otras ventas.
—¿Usted, Matilde, está de acuerdo? —le pregunta el doctor Gutiérrez—. Para mí está bien.
—Sí, doctor, para mí también. Hagámoslo así y damos por zanjado el problema.
—Rubén, ¿necesita alguna ayuda o a alguien que lo acompañe para traer el efectivo? —le pregunta el doctor Cuello—. Lamentablemente en esta zona también están ocurriendo hechos desagradables.
—Descuide usted, doctor —responde Rubén— . Justo frente a este edificio hay una sucursal de mi banco. A las doce en punto estaré ahí con el dinero. Yo también quiero terminar esto de una vez por todas.
—Bueno, siendo así, solo nos queda entonces disfrutar del postre y el café que también son muy recomendables en este lugar —cierra el diálogo el doctor Cuello.
Y dos días después al mediodía, Matilde y los dos abogados esperaron infructuosamente en el juzgado la llegada de Rubén con el dinero acordado para dar por finalizada la querella, por lo menos en lo concerniente a la distribución del metálico.
Una semana después, Matilde y el doctor Gutiérrez se reúnen para desayunar juntos en un lugar alejado de la zona de Tribunales.
El Café La Biela vio la luz en 1850 en La Recoleta, cuando era un lugar de quintas y caminos de tierra, y surgió como una pulpería donde gauchos y compadritos se confundían entre ginebras y naipes. Eran frecuentes las peleas de cuchillos, el bailongo popular y las mujeres de la noche, que tomaban su café con leche al amanecer. Refugio de varias generaciones y tribus urbanas, por su estaño pasaron los tuercas de los ’40, el mundo artístico de los ’60, hippies y chetos de los ’70 y los yuppies de los ’80. Hoy se sigue llenando de turistas y de todo aquel que gusta disfrutar de un cafecito en su vereda tan concurrida.
—Trate de tranquilizarse, Matilde. Comprendo su desesperación. Cuente conmigo, por favor, para ayudarla en lo que pueda.
—No tengo consuelo, doctor. Ese maldito dinero era lo que necesitaba para salir adelante y darle a mi hijo la educación que merece, el pobre. Ahora no sé qué va a ser de nosotros.
—Algo le va a aparecer, Matilde. Dios aprieta pero no ahoga. Yo mismo, si quiere, le puedo ofrecer un trabajo por la tarde como administrativa para completar su trabajo en el hospital por las mañanas.
—Gracias doctor, usted es un santo. Lo voy a pensar. ¡Pero mire que le dijimos al inconsciente de Rubén que se cuidara a la salida del banco, pero como de costumbre hizo lo que quiso y no escuchó a los demás!
—Lo sé, Matilde. Esta ciudad es un desastre en cuanto a seguridad.
—¡Pero dígame doctor, por favor! ¿Era necesario exponerse de ese modo y encima tratar de defenderse como lo hizo cuando lo tenían acorralado?
—No, no lo era. Pero uno nunca sabe cómo reaccionará en esas circunstancias. Es un acto reflejo, Matilde.
—Sí, doctor, un acto reflejo que a él le costó la vida y a mí me dejó sin nada. Y ahora doctor, ¿qué hago?
—Trate de tranquilizarse, Matilde, con llorar no gana nada; y déjeme que le pregunte si usted sabe si Rubén tenía algún seguro personal que lo cubriese por lo que pudiera pasarle.
—No lo sé, realmente, doctor, y conmigo no tengo ningún papel de él con el que pueda averiguar.
—No se preocupe. Déjenlo en mis manos. Los abogados tenemos algunos mecanismos para averiguar estos temas. En cuanto sepa algo, se lo hago saber.
—Gracias, doctor. ¡Usted siempre tan bueno conmigo! No sé si me lo merezco.
—Eso y mucho más, Matilde.
Un mes más tarde los resultados de la investigación y el accionar del doctor Gutiérrez han dado sus frutos. Efectivamente, el previsor de Rubén tenía un seguro a su nombre y nuevamente la buena gestión del abogado le permitirá a Matilde cobrar los cien mil dólares que le corresponden en algunos días más.
Para festejarlo, ella y su abogado han quedado en encontrarse a las seis de la tarde en la recientemente reabierta Confitería del Molino.
Inaugurada en 1917, esta confitería situada en Rivadavia y Callao, frente al Congreso de la Nación, acompañó desde entonces la vida intelectual, política y social del país. Leopoldo Lugones, Carlos Gardel, Eva Perón, y los presidentes Alvear, Justo y Perón, entre otros ilustres personajes, pasaron por sus salones con reminiscencias de palacio francés. Debido a las diversas crisis económicas del país, fue declarada Área de Protección Histórica de la Ciudad, pero eso no pudo detener la debacle y en 1997 cerró sus puertas. Desde ese momento se sucedieron varias iniciativas para su reapertura, hasta que finalmente en el 2019 se produjo la misma, como una confitería, dedicando los pisos superiores a actividades culturales y pasando a formar parte del Proyecto de la manzana legislativa.
—¡Es increíble el trabajo de restauración que hicieron acá! ¡Quedó precioso!
—Sí, tiene razón Matilde. Es la primera vez que vengo desde que lo reinauguraron y me quedé sorprendido. Lo increíble fue que lo tuvieran abandonado durante tantos años.
—Doctor Gutiérrez, le voy a estar siempre agradecida por lo que consiguió para mi hijo y para mí. Usted es mi ángel guardián.
—Por favor, Matilde, no me llame más así. Llámeme Conrado. Después de todo lo que pasamos juntos, creo que es hora de que nos tuteemos, ¿no?
—Bueno, no sé si debo, pero si es lo que quiere, Conrado, lo llamaré así entonces.
—Sí, Matilde, a nuestra edad ya no tenemos muchos años por delante y no podemos desperdiciar oportunidades, ¿no creés?
—Tenés razón, Conrado, me tengo que acostumbrar de a poco.
—Matilde, todo el tiempo que necesites y un poco más también. Un solterón como yo, que vivió hasta ahora solo pendiente de su trabajo, también puede encariñarse con otra persona, sobre todo si es bonita y agradable como vos.
—¿Pero qué cosas decís, Conrado? Me estás haciendo poner colorada…
—Y te queda muy bien, Matilde, muy bien…
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