Escudos
... Viene de II A
Como era previsible, lejos de allí, los escudos de las familias contendientes no habrían podido permanecer estáticos frente a tamaña contienda.
—Comienza a prepararte, maldito —bajándose de donde estaba colgado, el escudo de los Ramírez, se dirige altaneramente desde su salón a otro contiguo, donde se encuentra colgado el de los Sánchez, para plantarle batalla—. He llegado hasta aquí para conquistar esta fortaleza. Vegüenza te debería dar, don Sancho, por defender a los moros, cuando todos los bien nacidos estamos tratando de reconquistar la Península.
—Preparado estoy, señor Rey de Aragón —responde este último—. Acepto el convite, y le recomiendo que no dé tan por sentada la victoria. Si los moros forman parte de mi ejército es porque mi padre es su soberano y le pagan tributo para que los defienda de oportunistas como Su Majestad. Poco tiene que ver con la reconquista su actitud, señor, sino más bien con sus ansias de poder.
—No pierdas el tiempo. ¿No ves lo agradable a la vista que son las tres espadas plateadas que tengo? Sería una lástima que aparecieran teñidas con sangre y estropearan el paño verde que lucen de fondo.
—Pués te diré que no me impresionas en absoluto. Por si no lo sabes, te diré que la torre plata en mi mitad izquierda es solo una mera representación de las muchas que mi padre conquistó, con la ayuda de nuestra Virgen Madre, como puedes verla en la derecha.
—¡En todo caso lo habrá hecho tu padre, pobre infeliz! Para mí no será honra ninguna vencer a un mentecato como tú. ¿O es que esperas a alguien más para que acuda en tu ayuda?
—¡Tú lo has dicho y será para tu desgracia! No tienes ni idea de con quién te has de enfrentar en este campo de batalla. Anda sabiendo que estaré en una muy agradable compañía.
—¿Ah, sí? ¿De quién se trata, si se puede saber?
—De mí, señor Rey —el escudo de los Díaz, proveniente de otro salón, también se hace presente, al escuchar las amenazas, en el piso donde los dos anteriores ya se están aproximando el uno al otro, peligrosamente
—¿Y tú, quién eres, pobre muchacho infeliz? ¿Te das cuenta de a quién le estás hablando? ¿Acaso has participado ya en alguna noble contienda? —replica, altaneramente, el escudo de los Ramírez—. ¡Te han engañado, pobrecillo, y estás a punto de defender a los invasores morunos!
—Este muchacho se llama Rodrigo Díaz de Vivar y le dicen el Cid —responde el escudo de los Sánchez—, y más te vale que lo empieces a tener en cuenta. Te lo garantizo. No sé si alcanzas a apreciar al león con sus manos cubiertas por la sangre de sus pobres enemigos. Pasarán a formar parte de su escudo en muy poco tiempo más.
—No les temo a ninguno de los dos, por más amenazas que griten, ni tampoco a sus huestes moras, las mal nacida. Nos veremos en el terreno dentro de muy poco —amenaza Ramiro—.¿Están prestos? Ya me estoy aburriendo con tanta palabrería. ¡Y escuchen el aliento de los escudos que están en las paredes que nos rodean! Ellos sí que saben lo que es bueno.
—¡Seguro que es por ello! ¡Vamos Ramírez, demuéstrales lo que vales! —varios de los escudos presentes en la sala, que representan a otros apellidos que participan en la contienda, alientan al aragonés desde las paredes donde se hallan colgados.
—Ya los escuchan. Son ustedes testigos del repudio que sienten por ustedes por ser una causa innoble la que persiguen. ¡Aún están tiempo de rendirse! —Ramiro vuelve a retar a los leoneses—. No digan luego que no les dí esta oportunidad.
—¡Basta ya de fanfarronadas, señor Rey de Aragón! Hemos caminado casi un mes para llegar hasta aquí y demostrarte quienes somos —responde el escudo de los Sánchez—. Desenfunda una de las tres lanzas que luces altanero y prepárate para morir.
—Muy bien. Ustedes lo han querido. Cansados e inferiores un número, me desafían a combatir. Pues tendrán su merecido. Señores —Ramiro se dirige a los otros escudos de la sala—, ustedes son testigos de que mi oferta ha sido rechazada.
—Sí que lo somos —le responden varios desde sus paredes—. Dales su merecido a estos pobres infelices.
—¡Ni pobres ni infelices! ¡A la carga, soldados, por el honor de León y Castilla —el escudo de los Sánchez da la orden de ataque—. Y tú, Rodrigo, desenfunda tu famosa espada.
—Lista tengo a La Tizona, mi señor. Ansiosa está de sangre enemiga.
—¡Basta ya! ¡A la carga, valientes aragoneses! —Ramírez da la ansiada orden.
Los primeros envites fueron favorables a los aragoneses, ya que eran mayores que los castellanos en cuanto a número. Sancho, Rodrigo y sus huestes son obligadas a replegarse en busca de un sitio adecuado donde poder reagruparse para no tener que ofrecer flancos débiles.
—¡Bravo, mis valientes aragoneses! ¡En estos dos días le hemos dado su merecido al enemigo! —el escudo de los Ramírez se dirige en agradecimiento a los escudos de las paredes del salón que contemplan entusiasmados la contienda que se desarrolla en el piso entre los tres escudos. Las armas de los tres se han desprendido de sus marcos e intercambian golpes y estocadas de una punta a otra del gran salón.
—¡Tenlo por seguro, Ramírez! —le responden varios de ellos, animándolo a aumentar aún más la presión sobre leoneses y castellanos—. Es hora de que sepan quién manda en estas tierras.
—No pararé hasta que desaparezca de mi vista el último de ellos, ya sea muerto o fugitivo. Es mi compromiso con todos ustedes y no les fallaré. Pero ahora necesito un pequeño descanso en esta tienda de campaña para reponer energías y reiniciar la carga mañana.
—Lo estás haciendo muy bien y estamos orgullosos de ti —le responden otros escudos—. Cuando captures la ciudad de Graus, tendremos víia libre para conquistar más territorios.
—Así es, soldados, y será para el honor y la gloria de nuestra querida Aragón. No deben ponerlo en duda.
—Debes cuidarte mucho, Ramírez —le advierte uno de los escudos—. No sé por qué, pero hay algo que no huele bien. Por favor estate atento a todos los movimientos de quienes te rodean.
—Descuida, sé muy bien quiénes son y estoy a salvo. Y ahora, me voy a descansar un rato a una esquina del salón. Por favor advertidme vosotros si se me acerca alguno de estos dos fantoches.
Si bien la batalla transcurría dentro de los pronósticos más realistas que preanunciaban un rápido y favorable desenlace a favor de los aragoneses, sin embargo un hecho fortuito cambió el curso de los acontecimientos.
Un musulmán llamado Sadaro, disimulado tras la vestimenta de un soldado cristiano, logró entrar en la tienda de campaña de Ramírez.
Aprovechando que el mismo estaba dormido, le clavó su lanza en un ojo, causándole incurables heridas.
Pocas horas después Ramiro I de Aragón falleció.
—¡Míralo, Rodrigo, pobre escudo el de los Ramírez! ¡Tirado en el piso como un trapo, luego de tantos alardes! —el escudo de los Sánchez le habla con altivez al de los Díaz.
—Así es, señor Y todos ustedes, ahí colgados en las paredes ¿no dicen nada ahora? —el de los Díaz se dirige hacia los escudos que tanto habían alentado al de Ramírez—. ¿Qué les pasa? ¿Les han comido la lengua?
—No se vanaglorien tanto —les responde uno de los que había sido un ferviente partidario del de los Ramírez—. Se ha consumado una traición y solo merced a ella ustedes han podido alzarse con la victoria. Tanta la traición ha sido que ni nosotros mismos, desde las paredes, pudimos intuir que quien se acercaba a Ramírez en el piso era un enemigo camuflado. Pero tengan muy presente que han triunfado en una batalla, pero no en la guerra, así que sería muy moderado en la celebración.
—¿Pero, no veis que no ha habido batalla tan siquiera? —replica el de los Sánchez—. Siendo muy inferiores en número, hemos sido más inteligentes que él.
—Y si esto ha ocurrido en una simple batalla —añade el de los Díaz—, no quieras imaginarte los daños que podremos causarles si los aragoneses persisten en sus ansias de expansión hacia el sur.
—Han tenido suerte. Nada más que eso y la suerte no dura para siempre, señores, ténganlo bien presente.
—¿A eso lo llamas suerte? ¡Pobre infeliz! —contesta el de los Sánchez—. La astucia de un solo hombre nuestro ha alcanzado para derrotarlos.
Tras la muerte de su rey las tropas aragonesas levantaron el asedio a la fortaleza, por lo que la victoria sonrió a los dos jóvenes castellanos, Sancho y el Cid, quienes fueron invitados por las autoridades moriscas a descansar unos días en el interior de la fortaleza musulmana de Graus, que se hallaba sobre esa montaña.
—Y ahora señores, si nos disculpan, debemos atender a los festejos que nuestros aliados, los moros, nos invitan a compartir —el escudo de los Díaz se dirige a los colgados en la pared, que no alcanzan aun a digerir la situación que tienen que presenciar.
—Esto es el colmo de la hipocresía —le recrimina uno de los más enfervorizados—. Tener como aliados a los moros para enfrentarse a otros pueblos cristianos y encima irse de festejo con ellos. ¡Cometen un pecado mortal y serán juzgados por ello a su debido tiempo!
—¡Señores, señores! ¡Por favor! —el de los Sánchez toma la palabra—. En nuestro campo de batalla no hubo religión que valiese. Defendimos los intereses de nuestro Rey de Castilla y León frente al invasor aragonés y lo derrotamos. ¡A celebrar se ha dicho!
—Vamos al salón dorado donde tendrá lugar el agasajo —le sugiere el de los Díaz a su compañero Sánchez— y dejemos a estos amargados y envidiosos escudos en las paredes de este salón.
—¡Vayan, vayan, pero recuerden que en no mucho tiempo pueden volver con la frente marchita a pedirnos perdón! —les recrimina uno de los que están en la pared.
—Tonterías, amigo, no los escuches —insiste el de los Díaz—. Partamos ya que los moros nos esperan.
Era la primera vez que Rodrigo, el Cid, conocía la forma de vida de los musulmanes y parece ser que se quedó prendado de ella.
“Estos moriscos sí que saben disfrutar de la vida. Bellas mujeres con ropas de seda bailaban para nosotros de manera sensual, mientras nosotros dábamos debida cuenta de las viandas que nos servían. Los adornos de las paredes, las vajillas, los muebles, todo es de una belleza incomparable. Creo que sería capaz de acostumbrarme a vivir así”
Han transcurrido veinte años desde el enfrentamiento de Graus y, como si hubiese sido una premonición, el salón donde tuvo lugar la contienda, ve regresar a los triunfadores de entonces.
—Vamos, Sánchez, debemos regresar a esa sala de mentecatos. Tomemos coraje y volvamos a ver a los escudos —el de los Díaz anima a su compañero a retornar al sitio que abandonaron en las circunstancias antes descriptas.
—¡Triste será el retorno, amigo mío! —responde el apesadumbrado Sánchez—. Aunque ya no pertenezca a ese mundo, ya que me ha sucedido mi hijo, nuestra nobleza nos obliga a ello. Vamos.
—¡Miren, miren, señores! Un par de infelices nos visitan. ¡Pobrecillos! —los escudos colgados en las paredes del salón original se ríen burlonamente al verlos llegar.
—¡Ya sabía yo que esto, tarde o temprano, iba a ocurrir! —les grita a los recién llegados desde su sitio, en la fila más alta de la pared, uno de sus enemigos.
—Y ahora, ¿qué tienen para decirnos? —les pregunta un tercero—. ¿Qué? ¿No hay más festejos en esta ocasión?
—Lo sentimos mucho, señores —responde el de los Sánchez con resignación—. Hemos hecho lo que correspondía en cada circunstancia. Tanto antes, en el festejo; como ahora, como en la derrota.
—Y como debemos regresar a nuestros sitios en las paredes —añade el de los Díaz—, esperemos que sepan apreciar nuestra hidalguía en ambas circunstancias.
—¡La misma les será reconocida a los dos, pero espero que sepan sacar algún provecho de lo que aprendieron en ambas! —les espeta uno de los escudos más antiguos del salón—. Adelante, pueden ir subiendo a un par de sitios que han quedado vacíos de otras familias que los han querido imitar.
La ciudad habría de ser finalmente conquistada por los aragoneses, pero recién veinte años después, siendo rey Sancho Ramírez, hijo y sucesor de Ramiro.
Como vimos, el Rey Ramiro I de Aragón había muerto en el transcurso de la operación bélica descripta anteriormente, en el año 1063.
El rey Sancho II de Castilla murió en 1072 y le sucedió su hijo Alfonso VI.
El Cid murió en 1099, luego de dominar el Levante de la Península Ibérica como Señor autónomo de cualquier rey, conquistando la ciudad de Valencia y liberándola de los moros. Sus restos reposan junto a los de su mujer, Jimena, en la catedral de Burgos.
Los conflictos entre castellano-leoneses y los aragoneses habrían de continuar durante cuatro siglos más en el afán de conquista de nuevos territorios.
Recién a fines del siglo XV el matrimonio entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón permitió la unión de ambos; y el de su sucesora, Juana la Loca con Felipe el Hermoso, acabó con la reinante dinastía de los Trastámaras y permitió el comienzo de una nueva, los Habsburgo, que transformaría a España y la convertiría en la primera potencia mundial de su época.
Comentários