Fabiola Czubaj
La Nación, Diciembre 2023
La voz de Marina Charpentier retumbó en el salón del Senado de la Nación. Atravesada por el dolor y con bronca atascada en la garganta, lanzó al auditorio mientras canales y radios transmitían en directo: “¿En qué cabeza cabe que una persona que está tomada por su bipolaridad, esquizofrenia o su adicción porque estuvo una semana consumiendo cocaína, paco o marihuana puede decir ‘Vamos, intérnenme que voy a dejar de consumir’” Y ahí, también, alzó el tono: “¡¿Qué orden de allanamiento debo tener para salvarle la vida a mi hijo?!”
Ese día, en mayo del año pasado, la madre del cantante Chano se convirtió en la cara visible de una demanda social que hasta ese momento crecía silenciada: modificar la ley de salud mental. Así surgió un grupo de mujeres y profesionales de la salud que a lo largo de este año logró imponer ese reclamo en la agenda pública.
“Formamos La Madre Marcha para ayudar a las familias y cambiar algunos artículos de la ley de salud mental y poder paliar en algo lo que nos está pasando en la Argentina: somos una sociedad que está llena de personas con consumos de todo tipo, desde el juego, las compras, las redes sociales o el trabajo, hasta las drogas, los psicofármacos o el alcohol. Creo que lejos de mejorar, empeoramos y la pandemia salió a mostrarlo”, describe Marina sin vueltas, como suele hacerlo.
“O nos estamos dando cuenta cada día más de lo que nos pasa o el avance del consumo es imparable. Y, aún así, sigue siendo tabú hablar de eso, aunque lo mostremos –continúa–. Sigue siendo estigmatizante y vergonzante.”
A diario, con Stella Maurig, cofundadora de esa entidad, responden consultas, escuchan las historias más duras o con riesgo de vida inminente y trabajan para encontrar la manera de canalizar esos cientos de pedidos de ayuda que les llegan desde todo el país por redes sociales o correo electrónico. Es que conocen como pocas los defectos del funcionamiento de un estado que obstaculiza cualquier respuesta rápida o eficiente.
Trabajan con profesionales que, cada tanto, también las apuntalan. Cada jueves, a partir de las 18, en el salón de la planta baja del Museo Larreta, en el barrio porteño de Belgrano, la ronda de sillas empieza a crecer a medida que pasan los minutos. Las van ocupando familiares y amigos de personas con problemas de salud mental y adicciones de todo tipo que llegan en búsqueda de la orientación, la contención y el asesoramiento que el equipo de La Madre Marcha ofrece ad honorem.
“Mientras se dicen las duras verdades, en la sala se despliega una sutil coreografía silenciosa: manos que se agarran, sonrisas que confrontan, miradas que abrazan, vasos con agua y pañuelitos que se acercan”, lee Marina para comenzar.
Es un resumen del encuentro anterior que, a modo de carta, redactó Paola, una de las madres que participa. Hay más de 50 personas en la ronda cuando se cierra la puerta del salón. Todas en algún momento chocaron contra algunos de los artículos de la ley de salud mental como está redactada.
Marina nació en la ciudad de Buenos Aires hace 64 años y creció en el barrio de Colegiales con sus dos hermanos. Hija de un abogado y una ama de casa, cursó la primaria y el secundario en el Colegio Lincoln. Al terminar, quería ser abogada, pero arrancó con el magisterio bilingüe, que no llegó a completar porque cuando tenía 21 años y su esposo 23 llegó su primer hijo, Santiago (Chano).
Siempre quiso ser madre y a sus amigos de la infancia, que aún conserva, les decía que quería tener seis hijos. Pero necesitaba trabajar y lo hizo en la comunidad terapéutica Programa Andrés a través de su fundador, Carlos Novelli. Ahí, también, decidió qué carrera en realidad quería seguir: trabajo social.
Lo postergó hasta un divorcio, un segundo matrimonio con familia ensamblada –ella tenía dos varones y su esposo tres mujeres– y la llegada de la más chica, que hoy tiene 33 años. Se inscribió en la Universidad Kennedy porque necesitaba previsión con las cursadas. “Mi casa estaba llena de chicos que iban y venían. No había manera de organizar la familia con los horarios de la Universidad de Buenos Aires”, repasa.
Se recibió con un promedio excelente, según detalla, y con una tesis sobre consumo de alcohol adolescente. En ese momento, sus hijos tenían 10 meses, la menor, y 12, 13, 14 y 15 años. Al mirar hacia atrás, afirma que es lo que buscaba: una carrera “bellísima” y una familia que se agrandó con siete nietos. “¡Y espero tener más!”, comparte.
Cuando contó su historia en el Senado, lo hizo por desesperación y a la espera de que autoridades se conmovieran con el testimonio
Trabajó en juzgados de familia, comunidades terapéuticas y coordinó grupos de padres de adictos. Dejó de trabajar solo cuando sus padres enfermaron y su hijo empezó a tener dificultades.
No esquiva hablar sobre la salud de Chano y lo hace como una madre más de las que escucha y orienta. “Ya venía intentando internarlo hacía más de un año. Cuando ocurre lo del disparo [por la crisis que sufrió hace dos años en su vivienda de Exaltación de la Cruz en la que fue baleado cuando intentaban asistirlo], se me acercaron madres, entre ellas Stella [Maurig], que me dijo ‘Mi hijo, que era adicto, se quitó la vida. Ahora, voy a luchar por el tuyo. ¿Me acompañás?’”
Con su testimonio en el Senado, se hizo cargo de una exposición que hasta ese momento rechazaba. Así, surgió La Madre Marcha, que en noviembre de este año nació como ONG. Cada jueves, después del encuentro con familias en el museo, Marina duerme poco. Piensa en cómo resolver los pedidos pendientes en esa ronda. A quién llamar para canalizar una urgencia, cómo solicitar un certificado de discapacidad para reducir en algo la carga que está teniendo una familia, o cómo asistir de la mejor manera necesidades más simples, pero indispensables. “Pero lo convierto en acción porque es la única manera de sobrevivir. Si sos trabajador social, te tenés que poner en el calzado del otro y sentir lo que le pasa”, cierra.
Cuando se dio cuenta de que su hijo mayor fumaba marihuana, él tenía 20 años y fue “un golpe” porque ella conocía lo que iba a transitar: el consumo arranca despacio y se va incrementando.
“Como madre, te empezás a preguntar por qué, qué hice mal y por qué a mí. Pero eso no es lo que hay que preguntarse, sino qué voy a hacer. Al día siguiente de encontrar un cigarrillo de marihuana, fui a buscar ayuda y toda la familia comenzó un tratamiento ambulatorio. Empecé a transitar ese camino siempre con la esperanza de que no se instalara la enfermedad, que solo fuera un coqueteo adolescente”, repasa.
Tras una primera internación y un período prolongado sin consumo, su hijo creció en su carrera. “Y un día, decís: ‘¿Otra vez?’ –continúa–. La enfermedad es crónica y la recaída es parte del combo.” Su hijo nunca negó lo que enfrentaba, pero siempre la adicción le ganaba su voluntad. “Me empezó a preocupar cuando se juntó la fama con la enfermedad y la exposición pública –confiesa Marina–. Ver la enfermedad de tu hijo por televisión es algo tan doloroso.
La gente hace memes, bullying, se burlan… No entienden que es una persona que está sufriendo, que lucha contra algo en lo que siempre pierde. ¿Cómo se puede pensar que eso se elige? Un adicto vive sufriendo, atrapado por algo que no puede dominar. Yo no podía entender por qué la gente se burlaba y hacía tanto daño. Todas sus letras explicaban lo que le pasaba, el tormento, la pérdida, el no poder parar: ‘Mi casa es un desastre, mi vida un poco más’, les decía a través de sus canciones.”
Como madre, nunca paró. No tenía exposición pública y estaba tranquila con que no supieran quién era su hijo cuando iba a los recitales entre el resto de la gente. “Estaba tranquila con eso. No quería que me hicieran daño porque la gente es cruel”, recuerda. Cuando contó su historia en el Senado para pedir la modificación de la ley de salud mental, lo hizo por desesperación y a la espera de que autoridades nacionales y legisladores se conmovieran con el testimonio de una madre que no sabía de dónde sacar una orden de allanamiento, con ambulancias y patrulleros en la puerta de la casa donde su hijo terminó recibiendo un disparo durante una crisis.
En ese momento, sin saberlo, habló en nombre de otras madres y familiares que estaban atravesando los mismos problemas y con menos recursos. “Empecé a recibir miles de mensajes de madres pidiéndome ser su voz. Me empezaron a abordar porque nadie las escuchaba, ni las escucha. Con La Madre Marcha pudimos canalizar tanta necesidad”, dice. No hablan de política para no acrecentar la grieta, pero Marina no tiene inconveniente en expresar que a la política “no le debe caer bien” que diga que la ley de salud mental es una ley de escritorio y no les sirve a los familiares.
“Está clarísimo que se enferman de ambos lados de la grieta y los que escuchan suelen ser los que tienen alguna persona cercana con problemas, como todos podemos tener. Si vamos a esperar al Estado, sería como esperar de brazos cruzados que nuestros hijos dejen de consumir. Nuestro compromiso es alzar la voz que represente a las madres, sobre todo a las que están en el interior del país, donde todo es peor aún –recalca–. Le debo la vida de mi hijo a todos los médicos y profesionales que lo atendieron y a él mismo: si una madre necesita ayuda, tiene que poder ir a un hospital y, ahí, tiene que haber algún profesional de guardia especializado en salud mental y adicciones.”
Para Stela Maurig, con quién se mueven en tándem, reserva las mejores palabras. “Es un ángel. Es pura bondad y da sin esperar nada a cambio –resume y se emociona–. Es una mujer extraordinaria: tuvo el dolor más grande que una persona pueda tener en la vida, que es la muerte de un hijo. Es increíble cómo se levantó y salió a dar batalla para cambiar lo que está pasando y evitar más muertes. Hoy, es mi amiga”.
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