Tony Salgado, Febrero de 2024
El coeficiente de Gini es un índice creado por el estadístico italiano Corrado Gini, que normalmente se utiliza para medir la desigualdad en los ingresos dentro de un país, región e incluso, global.
Es un número entre 0 y 1, donde 0 se corresponde con la perfecta igualdad (todos tienen los mismos ingresos) y 1 se corresponde con la perfecta desigualdad (una persona tiene todos los ingresos y los demás ninguno).
El promedio, a nivel mundial, es 0,36.
Una variación de dos centésimas equivale a una distribución de un 7% de riqueza del sector más pobre de la población (por debajo de la mediana) al más rico (por encima de la mediana).
Se ha realizado un estudio sobre la frontera de desigualdad global que configura este índice en 89 economías a nivel mundial, relevamiento hecho sin ponderar por tamaño de población o economía.
Esta medición refleja el éxito o fracaso de esas 89 economías en sus objetivos de reducir la desigualdad, pero que no capta todas las dimensiones del problema: discriminación en el acceso a la salud, a la educación, sesgos de género, discriminación racial, intergeneracional, igualdad de oportunidades o movilidad social.
Se han relacionado los índices de esas 89 economías con los cambios que se han acumulado en ellos a lo largo las últimas décadas.
Como resultado, se distinguen cuatro cuadrantes: países con Gini por encima de la media pero que han reducido su nivel de desigualdad más que el promedio (Cuadrante I), países con Gini por debajo de la media y en los que se ha reducido más que en el promedio (Cuadrante II), países con desigualdad menor que la media, pero en aumento (Cuadrante III), y países con desigualdad por encima de la media y en los que la brecha ha seguido aumentando (Cuadrante IV).
La mayor parte de los países latinoamericanos (14) se sitúan en el Cuadrante I, lo que muestra que su situación es alarmante, debido a los fracasos de sus proyectos encarados, a pesar de que en las últimas décadas han obtenido leves mejoras.
Lamentablemente este no es el caso de Argentina, donde el problema sigue sin resolverse.
En estos últimos 20 años en Latinoamérica se han puesto en marcha 30 programas, convirtiendo a esta región en el mayor laboratorio en el mundo de políticas sociales. Según la CEPAL, la cobertura de esos programas había pasado de menos de un millón de personas en 1996 a 132 millones en 2020 y, en términos de hogares, de menos de 300.000 hogares en 1997 a 29,8 millones en 2020, el 17,5% del total de hogares de América Latina.
Las Políticas de Transferencias Condicionadas (PTC) son la gran innovación en las políticas públicas y miden el porcentaje de inversión respecto al PIB de los 30 programas de este tipo vigentes en América Latina.
Aunque las PTC fueron diseñadas para combatir la pobreza más que la desigualdad y aunque tengan también consecuencias no deseadas sobre los incentivos políticos y económicos, sin duda, han marcado una nueva etapa en la historia de las políticas sociales del continente.
Un continente que, además de los avances –insuficientes– en la lucha contra la desigualdad, también ha cosechado un significativo éxito en la reducción de la pobreza, sobre todo de la pobreza extrema (repito que, lamentablemente, no es el caso de Argentina).
Se consideran clases medias a aquellas con un ingreso de entre 10 y 20 dólares diarios. Un 30% de los latinoamericanos están en ese intervalo de renta.
Se considera a la pobreza extrema a aquella que vive con menos de un dólar diario. En el mundo, en 2019, pese a los compromisos 2030, todavía quedaban 115 millones de personas condenadas a la miseria, pero América Latina había conseguido sacar de ella a 20 millones de personas que tenía en 1990.
De igual forma, el número de personas que vivían con rentas entre un dólar y 2,15 dólares pasó de 46 millones a 25 millones, se estabilizó en 100 millones el número absoluto de personas que estaba en el tramo entre 2,15 y 3,65 dólares, casi dobló el número de personas que estaban entre 6,85 y 10 dólares (de 59 a 93 millones) y añadió 200 millones de personas al segmento que vive con entre 10 y 20 dólares diarios.
El resultado de todo este proceso fue que, en 2019, América Latina había conseguido convertirse como región en una sociedad de ingresos medios: el 56% de los latinoamericanos tenían una renta diaria superior a los 10 dólares frente al 41% de la población global. Es más, el 30% tenía ingresos diarios entre los 10 y los 20 dólares, casi el doble que el conjunto de la población total del mundo. 20 años antes esa proporción era de tan sólo el 12% frente al 8% mundial.
Aunque la renta per cápita diaria no es el único atributo de una sociedad de clases medias (máxime si ese ingreso está sujeto a incertidumbre y volatilidad que las hacen vulnerables y susceptibles de volver a caer en la pobreza) es evidente que en América Latina se ha producido un cambio positivo (y muy disruptivo) en las expectativas de su ciudadanía.
Gestionar esas expectativas es seguramente tan importante hoy para el futuro de la democracia y del bienestar, como en el pasado lo fue convencer a la población de que no existía una maldición latinoamericana que les condenaba a la sucesión de crisis y golpes de Estado.
Pase lo que pase con esa gestión de expectativas –y sin duda va a ser un proceso político y económico muy complejo– lo que no parece razonable es considerar que nada ha pasado en América Latina en la lucha contra la desigualdad y la pobreza.
Han pasado muchas cosas y la mayor parte de ellas positivas. Los datos no avalan, nuevamente, el relato. Ni del desinterés por los problemas de distribución, ni en modo alguno, que lo que se haya intentado ha fracasado. El único fracaso documentable es el de los pesimistas.
Tengo que confesar que cada vez que leo este artículo, me invade un sentimiento de profunda tristeza, que no puedo evitar.
Me cuesta mucho aceptar que en nuestra región latinoamericana, una gran parte de sus países esté logrando notables progresos en su lucha contra la desigualdad de las clases sociales, a pesar de que sus realidades aún disten mucho de poder considerarse satisfactorias, y que nuestro país, Argentina, esté cada vez peor.
La amplia clase media que siempre nos caracterizó y de la cual nos hemos enorgullecido siempre y, en particular, cada vez que visitábamos a nuestros vecinos, está desapareciendo a pasos agigantados. Se ha ido licuando durante las últimas décadas debido a los continuos desajustes entre los niveles salariales y la altísima inflación que no para de crecer.
El derecho a la vivienda propia, a la que podían acceder las jóvenes parejas mediante préstamos hipotecarios que contraían a 15 o 20 años, y que se esforzaban en honrarlos al pie de la letra, ha desparecido del mercado. En los últimos la gravedad es tal que hasta el hecho de alquilar es toda una aventura, dada la incertidumbre, la volatilidad, y los riesgos a los que muchos de los propietarios no quieren arriesgarse. ¿Quién hubiera dicho al comienzo de este siglo que habríamos de caer tan bajo en solo dos décadas?
¡¡Enrique Cadícamo, todo un visionario, lo describió muy bien…!!. (lo tarareo por lo bajo…)
“El ladrón es hoy decente
A la fuerza se ha hecho gente
Ya no encuentra a quién robar
Y el honrao se ha vuelto chorro
Porque en su fiebre de ahorro
Él se "afana" por guardar
Hoy se vive de prepo
Y se duerme apurado
Y la barba hasta a Cristo
Se la han afeitao
Hoy se lleva a empeñar
Al amigo más fiel
Nadie invita a morfar
Todo el mundo en el riel”
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