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Foto del escritorTony Salgado

Un viaje al noroeste de España

Beatriz Sotelo

Editado por Tony Salgado

 

 

“Todo comenzó en A Estación, un exquisito restaurante que invita a comer en un salón con diseño y decoración que recuerdan a un vagón de tren.

Es que, justamente, este restaurante con una estrella Michelín se encuentra emplazado en la vieja estación de ferrocarril de Cambre, en Galicia, junto a las vías. Todo empezó con un surtido de aceitunas, ajos confitados, pan de pimientos, crema de caldo gallego con chorizo y pan de broa, trozo de empanada de xouba (sardina pequeña), longueirones (marisco) a la plancha con aceite de cítricos, un jurel con trocitos de frutillas –cada bocado de este pescado resulta perfecto, el paladar se estremece y por dentro rogamos que la porción no se termine–, lubina (róbalo) con salsa de vino blanco preparada con agua de mejillón y una cigala arriba y, último plato, cochinillo celta.

Y los vinos, como el albariño, y los postres, como esa torrija de pan de mantequilla gratinada, helado de piña, coulis de zanahoria, mango y piña y una galleta de almendra.

Este fenomenal banquete, este sublime desfile de platos representó nuestra puerta de entrada –más bien un portón gigante, inmejorable, potente, sabroso– a la gastronomía gallega.

Así, entre pescados, mariscos, cochinillos y vinos deliciosamente ensamblados, empezamos a recorrer los sabores de Galicia y, junto con ellos, los caminos de esta región del norte de una España pintada con esos verdes profundos y diversos que trae la lluvia, fenómeno meteorológico que es, definitivamente, parte de su identidad.

En el noroeste de la península ibérica, ahí donde el mar Cantábrico se diluye en el océano Atlántico, Galicia se define por sus colinas de minifundios en donde cada casa tiene su huerta y su hórreo –pequeño granero construido sobre pilares, para evitar la humedad del suelo y la depredación de los animales–, por los versos de Rosalía de Castro y los escritos de Valle Inclán; por los peregrinos que van a Santiago de Compostela; por la herencia celta; por esa bella costa de abruptos acantilados, desgajada en rías, esos brazos inundados de mar.

Galicia está llena de magia, misterio e intensas geografías.

Allí está Carnota con uno de los hórreos más largos (35 metros); la Torre de Hércules –faro de origen romano, construido entre los siglos I y II dC, que aún cumple su función de guía en A Coruña (La Coruña)–, el centro histórico de Pontevedra, la Plaza del Obradoiro en Santiago, la Costa da Morte con sus acantilados de cara a las olas bravías del Atlántico.

¿Qué otras palabras sino hechizo, encanto, secreto podríamos usar para definir sitios como Santo André de Teixido donde están los acantilados más altos de Europa, donde hay una capilla y santuario que recoge ofrendas que buscan protección y muestran agradecimiento, donde venden figuritas hechas con migas de pan y te regalan hierbas para enamorar, donde no se puede pisar ni un insecto por si es alguien reencarnado (dicen que si a Teixido no se va en vida, habrá que ir muerto)?

¿Cómo perderse, en agosto, la romería de la Virgen de la Lanzada, en las Rías Baixas, cuando cientos de mujeres se meten en el mar a medianoche siguiendo un ritual de la fertilidad, esperando que nueve olas golpeen sus vientres y las ayuden a concebir?

Así, tras la magia infinita de Galicia, aprendimos a convivir con la lluvia y la niebla, a reconocer los cruceiros (cruces de piedra plantadas por el cristianismo en antiguos lugares de culto) a la vuelta de cada esquina –en Galicia hay alrededor de 12.000 cruceiros–, a escuchar historias de bruxas y meigas (brujas buenas y hechiceras que hacen el mal) y componedoras (curanderas).

Nos sumergimos en calles donde la música de la gaita es un sello, tanto como las construcciones de granito, las mansiones señoriales llamadas pazos y el trabajo de las marisqueras adecuado a los caprichos de las mareas.

Así es Galicia.



“Esto es lo más cerca que estarán de casa”, nos dice Gabriel, nuestro guía quien, curiosamente, hizo el viaje inverso al de nuestros abuelos: nació en el Río de la Plata, en Montevideo, y de niño emigró a España.

Estamos en el Cabo Fisterra, ahí donde en la Antigüedad se creía que se acababa el mundo conocido y también a donde llegaban los peregrinos –muchos lo hacen hoy– tras haber visto el sepulcro de Santiago.

Además de bellas vistas panorámicas y la necesidad de otear el horizonte sabiendo que, detrás de esa abrumadora masa de agua está América, en Fisterra hay un faro construido en 1853 y la Plaza de la República Argentina, con homenajes al General San Martín.

También hay un restaurante y un hotel, considerado el hospedaje más occidental de la España peninsular.

Frente a la inmensidad del océano, hoy sabemos que este lugar no es el fin de la tierra, pero sí, para muchos peregrinos, el fin de su camino.

Allí, entonces, no son pocos los que deciden quemar los zapatos con los que llevaron a cabo su caminata, su promesa convertida en proeza.

Un ritual que han tratado de erradicar por peligroso y contaminante, pero que aún sigue vigente.

Llueve. Que la “lluvia es arte” y que “tanto verde tiene su precio”, dirán.

Llueve y también le dirán que es chuvia , choiva o chuva.

Si es fuerte y breve, será chuvascadachuvieira .

¿O será basto o chaparrada?

A la lluvia menuda le dicen chuviñadababuxabarruzolapiñeiraorballo o zarzallo.

Si se trata de un golpe de lluvia fuerte, abundante y de poca duración, será un ballón o balloada.

Y hay más, hay muchos, demasiados sinónimos para designar a esto que pasa en Santiago, en todo Galicia a repetición: llueve.

Lo mismo con la niebla: es néboa; pero si es baja y húmeda, le dirán mera, borraxeira, neboeira o neboeiro.

La lluvia ha inspirado a cientos de artistas gallegos y no tanto.

Fascinado con su visita a esta tierra Federico García Lorca le dedicó unos versos a Santiago de Compostela y su clima: “Llueve en Santiago / mi dulce amor / camelia blanca del aire / brilla oscurecido el sol”.

Y sigue: “Mira la lluvia por la rúa / lamento de piedra y cristal / mira el viento descolorido / sombra y ceniza de tu mar...” .

Galicia embrujó al poeta. Alguna vez declaró que las fuerzas del paisaje y de Compostela “se apoderaron de mí en forma tal que también me sentí poeta de la alta hierba, de la lluvia alta y pausada... Me sentí poeta gallego”.

 

Vital y emotiva, Santiago de Compostela es una ciudad de universitarios y peregrinos. Una vez que la conocés, sea con lluvia o con sol, ya no querés irte.

Las gaitas suenan bajo el Arco del Palacio, en la Plaza del Obradoiro e invitan a perderse en las calles cuyos nombres ayudan a imaginar la movida medieval, entre oficios y costumbres.

La rúa del Preguntorio marca la zona a donde llegaban los peregrinos y consultaban “¿Dónde está la Catedral?”; la rúa de las Trompas señala por dónde pasaban los trompeteros y la rúa de los Gramáticos haría referencia a los profesores universitarios.

Hay tiendas de souvenires con dedales que marcan el camino de Santiago o dijes de plata con forma de vieiras (el símbolo del Camino).

En la puerta de la confitería Casal Cotón (hay varias sucursales en rúa do Franco) te convidan con un “capricho de Santiago”, una galleta de pasta de almendra crujiente (ideal para traer a amigos y familiares).

Los restaurantes tienen sus peceras a la vista con los mariscos que podrás degustar en sus mesas.

Y la gente circula.

Turistas, peregrinos y locales van y vuelven como una marea, entrando y saliendo de bares, negocios, librerías, museos, construcciones históricas –como el arco de Mazarelos, única puerta que todavía queda en pie de la muralla primitiva–, conventos, iglesias.

Con sus ocho pabellones, el Mercado del Abasto es donde los campesinos venden su mercadería. Flores, pescados, carnes, frutas, hortalizas. Si se tienta, el restaurante Marisco Manía le propone lo siguiente: compre los productos que le interesan en el mercado y ellos se lo cocinan. “Por el 10 por ciento de tu compra y 3 euros por persona, cocinamos para ti. Trae tu marisco, pescado o chuleta a partir de medio kilo por especie. No se admite pan, bebida, verduras ni postre y es imprescindible presentar ticket de compra”, dice el cartel.

  

No hay como ver la Plaza del Obradoiro envuelta en una bruma, caminarla bajo una llovizna suave, recorrer las callecitas que la rodean entre sombras nocturnas.

La Plaza, la imponente fachada de su Catedral –donde se encuentra el sepulcro del apóstol Santiago– y, el Hostal de los Reyes Católicos –antiguo Hospital Real, inaugurado en 1499 y hoy alojamiento insignia de la red Paradores– se conjugan en una postal que es pura emoción.



Van llegando los peregrinos, se reencuentran unos con otros, se abrazan, se recuestan en el centro de la plaza, se toman fotos, lloran, rezan, ríen, suspiran. Cada día llegan 800; en Año Santo se habla de 1.000.

Pasan las horas y la Plaza acumula una carga emocional potente para los protagonistas, para los caminantes que llegan persiguiendo un sueño, una convicción, una promesa, un desafío. Y para nosotros, los espectadores.

 

Son las 12 de un viernes y empieza la Misa del Peregrino.

Hay mucha expectativa, como en todas estas misas.

Pero Gabriel, nuestro guía, nos anticipó que probablemente hoy saquen el botafumeiro, ese incensario enorme que con la fuerza de ocho hombres oscila, como un péndulo, de un lado al otro de la Catedral.

Gabriel tenía razón. Y cuando el botafumeiro se balancea sobre las cabezas, créanme, hasta el más escéptico se estremece.

Irene y Laura están sentadas en la vereda, junto a la puerta de sus casas.

Una buganvilla (Santa Rita) cierra el decorado perfecto en el que esas dos señoras se sientan a charlar y mirar pasar a los turistas.

Ahí nomás hay un cruceiro.

 

A seis kilómetros de Pontevedra, llegamos a Combarro en busca de una postal muy típica –tres hórreos juntos, uno de madera, uno mixto y el tercero de cemento– y nos entusiasmamos con sus casas marineras, sus balcones floridos, sus tiendas de recuerditos que venden caracoles, meigas y licor de orujo. Junto a una puerta, una placa señala que allí nacieron y vivieron los antepasados del Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel.

Llegamos a Pontevedra, uno de los puertos más importantes de Galicia.

Las calles del casco histórico muestran doble nombre.

Conviven las placas con los antiguos nombres y los más modernos, del siglo XIX y XX: Rua Sor Lucía era la Rua Do Peso Do Farina; Rua Alta solía ser la Rua Das Ovellas; la Rua Princesa era la Rua Da Pichelería (porque allí se hacían los picheles, tipo de jarra).

No tardan en hacerse notar los carteles con proclamas en contra de la planta de celulosa y en defensa de la ría.

Tras pasar por el Mercado Municipal, una serie de tiendas vintage, el bello Santuario de la Virgen Peregrina de fachada curva, la escultura de Valle Inclán y una magnolia florida de 300 años, recalamos en la Plaza de la Leña.

La plaza es pequeña, coqueta, acogedora y resguarda uno de los cruceiros más antiguos de Galicia. Bueno, no sé si la palabra “resguarda” es adecuada viendo a todos estos niños que trepan y se cuelgan de este monumento de piedra mientras los padres almuerzan.

Es aquí donde conocemos al chef Iñaki Bretal y la gastronomía vuelve a sacudirnos en el restaurante Eirado da Leña, una antigua casa de piedra cuya cocina es innovadora y de técnicas modernas.

 

A la ciudad de Baiona llegó la carabela La Pinta en 1493 y se difundió la noticia del “descubrimiento del nuevo continente”.

En el puerto hay una réplica de la carabela y cada 1 de marzo se recrea el regreso de la embarcación.

Baiona es famosa por su costa, por su castillo devenido en el Parador Conde de Gondomar, por las famosas playas de las Islas Cíes –a media hora en lancha y consideradas entre las mejores del mundo– y por su casco histórico en el que ya bien entrada la tarde, la gente se junta a tomar vino, comer unas tapas y charlar animadamente. Así, de pie o acodados en las barras de restaurantes y bares.

Adentro y afuera.

Dejamos Baiona, dejamos la ría de Vigo.

 

Llegamos a La Guardia. Es el último pueblo marinero del sur.

Del otro lado están el río Miño y Portugal.

El Monte de Santa Tecla propone una buena despedida para este viaje con los restos arqueológicos de un castro, el museo celta y las vistas de la desembocadura del río Miño en el Atlántico.

Con el final de los días en estas tierras de donde partieron muchos de nuestros abuelos, empezamos a entender el significado de la morriña.

Tuvimos nostalgia por Galicia; comenzamos a extrañarla aun antes de partir”.

 

 

Y entre algunos de los tantos y tantos habitantes de Galicia que escogieron la emigración, en 1930, estaban mis padres, ambos campesinos.

Y sí, mi madre tuvo morriña, y mucha… Se lo escuché decir más de una vez..

Y nunca pudieron regresar..

Fue una generación que se sacrificó para que sus hijos tuvieran un porvenir en América, que en Galicia se les negaba.

Por mis venas corre sangre gallega. Por eso el artículo tiene un especial significado para mí.

¡A sus memorias, querido viejitos…!

 

Tony Salgado

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